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Una carretera etnocida y ecocida (I)

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Jaime Arocha
06 de enero de 2009 - 03:05 p. m.
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Para el 21 de diciembre de 2008, Héctor Abad y Alfredo Molano en El Espectador coincidieron en llamar la atención sobre el aniquilamiento de irreemplazables paisajes colombianos en función de los intereses del capitalismo voraz.

En el primer caso, la alerta fue sobre la responsabilidad histórica que le compete al Alcalde de Bogotá, con respecto a la defensa de los pocos humedales y paisajes alto andinos que quedan en la sabana, contra las aspiraciones de los grandes urbanistas. En el segundo, el reclamo fue por los espejos de agua transformados en potreros para la ganadería extensiva que ha dominado la violenta historia de desposesión de los pobladores ancestrales del río Sinú, desde finales del siglo XIX. A ese inventario, esta columna añade los de la serranía del alto Baudó por la vía que conectará a Pereira con el Pacífico. Junto con el proyecto de abrir un canal interoceánico por el río Truandó, afluente del Atrato y el del puerto de aguas profundas en Tribugá, el proyecto de la carretera Las Ánimas-Nuquí figura como uno de los desencadenadores de la violencia paramilitar, cuyo auge comenzó a registrarse desde mediados de los años de 1990, con los bien documentados efectos del destierro de miembros de comunidades negras con títulos de propiedad colectiva amparados por la Ley 70 de 1993 y legitimados mediante el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo.

Para el Sinú, Molano retrató cómo el Estado ha burlado los mecanismos de consulta previa con las comunidades indígenas y ancestrales que contempla el mencionado convenio de la OIT, convertido en ley nacional desde 1992. De esa manera, no solo ha contribuido a la extinción de las economías de las cuales han dependido esas comunidades, sino a su expulsión territorial. Sin embargo, en el caso del alto Baudó es evidente una nueva presión desde las organizaciones de la base en pro de que los próximos gobiernos se comprometan a lograr el llamado "aseguramiento cultural" de la región para reducir los riesgos ambientales, culturales y sociales involucrados. Los Consejos Comunitarios Mayores y Generales de la región se agruparon dentro del Colectivo Territorial Afrochocó y presentaron la Caracterización Social, Económica y Etnocultural del Corredor de Influencia de la Vía al Mar, Tramo Nuquí-Cupirijo, documento que será objeto de éste y otros dos artículos.

Me referiré a un corredor vial cuyo destino final será un puerto de aguas profundas en la bahía de Tribugá, el cual podrá, entre otras opciones, facilitar la exportación de petróleo y gas desde Venezuela hacia los países de la cuenca del Pacífico. Atravesará selvas tropicales húmedas que albergan aquellas riquezas de fauna y flora que localizan a nuestro país en las posiciones más elevadas del escalafón mundial de la biodiversidad. Dentro de esas plantas, las de utilidad curativa les servirán de imán a las multinacionales farmacéuticas, sin que quede clara la compensación que éstas les ofrecerán a las comunidades negras e indígenas que han logrado su preservación. Por su parte, las maderas finas que alberga la selva enriquecerán a los inversionistas que contratarán a operadores de motosierras y a quienes saquen esas maderas.
Una vía pavimentada consiste en un acelerador de la velocidad con la cual ruedan las aguas lluvias, cuyo impacto en una de las zonas más pluviosas del mundo hoy lo amortiguan musgos, líquenes, raíces y troncos. Esa aceleración del líquido contribuirá a que esos bosques húmedos se erosionen de manera irremediable.

Lograr esas superficies lisas de asfalto requiere transportar materiales y desechar residuos. En una zona casi virgen para las manos humanas, romper sus superficies para extraer rocas, recebos, arenas y cascajos tiene mucho de hecatombe, sobretodo si esa disrupción profunda también implica que desaparezcan despensas agrícolas como la de las cabeceras del río Nuquí o la de El Piñal, cerca de la comunidad de Panguí. Esta última posee unas playas excepcionales, las cuales podrían dar origen a proyectos eco y etnoturísticos que podrían manejar las organizaciones locales. Sin embargo, ese renglón de la economía de antemano ya parecería haber sido asignado a los grandes operadores nacionales, a juzgar por los planes de expansión hotelera que ya son vox populi, con referencia a playas localizadas entre Nuquí y Tribugá.

Deshacerse de los desechos que producen retroexcavadoras y buldózeres implicará crear botaderos, como el que ya se planea para las cabeceras del río Tribugá. Otro grande quedaría muy próximo al sistema de estuarios, cuya degradación será irremediable y cuyos efectos podrían llegar a extenderse hasta ese tesoro nacional que muy pocos colombianos conocen, la Ensenada de Utría, lugar de apareamiento de las ballenas jorobadas.

Recolección de materiales o remoción de desechos implican maquinaria pesada y sus operarios. A dos kilómetros de Nuquí, en un lugar que también afectará a las estribaciones de la Serranía del Baudó, las compañías constructoras montarán un gran campamento, al cual por ahora apodan zona industrial. Atraerá aquellas actividades degradantes que son típicas para ese tipo de enclaves: migración de buscadores de fortuna, empresarios de la prostitución, aventureros y colonos. Todos ellos contribuirán al efecto más severo de la obra, la expropiación territorial de los pobladores ancestrales y su posterior expulsión del área, hacia los grandes tugurios urbanos. Mis columnas del 15 y del 29 de enero terminarán de redondear un panorama que podrá ser desolador, si no se escuchan las voces del Colectivo Afrochocó.

(*) Grupo de Estudios Afrocolombianos
Centro de Estudios Sociales
Facultad de Ciencias Humanas
Universidad Nacional de Colombia

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