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En el libro Ombligados de Ananse llamé la atención acerca de que, entre 1966 y 1994, el corregimiento de Boca de Pepé sobre el bajo valle del río Baudó, registró un homicidio por cada cien mil habitantes.
Victimario y víctima eran libres, como allá se autodenomina la gente negra. Sin embargo, debido a los índices más altos de otros delitos que cometían esas mismas personas —insulto 9%; riña, 7,4% y lesiones personales, 21,32%—, sugerí que los mayoritarios de ese puerto enseñaban que para dirimir conflictos una persona no tenía que eliminar a su contradictor. En otros lugares del mismo valle, cuando comenzaba una pelea, parte de la comunidad tomaba el lado del agresor y otra el del agredido, formando especies de coros que teatralizaban el desacuerdo hasta llevarlo a un clímax de agresividad verbal, luego del cual ambas partes iban moderando sus gritos, hasta llevar a que los involucrados hicieran las pases.
Cuando las desavenencias envolvían a los indígenas Embera, los mecanismos para tramitarlas consistían en encuentros de compadres de una y otra afiliación étnica durante velorios y fiestas patronales, intercambios de conocimientos de botánica y medicina entre jaibanás y médicos raiceros o en fórmulas para convocar a mohanes, madres de agua y otros seres mitológicos contra del bando opuesto. Sin embargo, el punto de vista moderno y eurocéntrico descarta esos dispositivos catárticos y mágico-religiosos por arcaicos y poco racionales, así sea que contribuyan a la creación y sostenimiento de espacios autónomos de convivencia pacífica, y por lo tanto de civilización.
La del Baudó hizo parte de la docena de investigaciones que entre 1990 y 2005 llevó a cabo el Observatorio de Convivencia Étnica de la Universidad Nacional de Colombia. Esos trabajos contradijeron la hipótesis de que donde no hay Estado hay barbarie. Hoy por hoy, con ocasión de la salida del informe Basta Ya del Centro de Memoria Histórica, voces expertas, periodísticas o políticas, han revitalizado la explicación de que la ausencia de Estado es la causa fundamental de la violencia. Una voz disonante ha sido la de Tatiana Acevedo para quien “(…) el Catatumbo está hoy pleno de Estado (…) hay notarios (…), fiscales, cárceles, decenas de exagentes del DAS, oficinas, papelería membretada, sellos, huelleros, filas para asistencia social (…), fumigación con glifosato, ICBF, helicópteros, consultores con contrato de prestación de servicios, caballería mecanizada, fuerza de élite “Vulcano”, “blanco legítimo”. Batallones de infantería, de artillería, de ingenieros, de servicios para el combate, de plan energético y de contraguerrillas”.
En el Baudó, esa institucionalidad comenzó a sobresalir desde 1995, aupada por una expansión vial que a su vez amplió la colonización paisa de comunidades ribereñas como Puerto Meluk, donde los blancos recién llegados establecieron un apartheid desconocido para afrobaudoseños e indígenas. A lo largo del resto del cauce los presidentes inauguraban las fumigaciones y los grupos armados estrenaban masacres, desplazamiento, emplazamiento forzado y la pedagogía de que los conflictos no se superan por influjo de un ribiel encantado, sino a bala.
** Comité Científico Internacional, Programa UNESCO ‘La Ruta del Esclavo, resistencia, libertad y patrimonio’. /
