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Velorios y Santos Vivos: bitácora

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Jaime Arocha
11 de septiembre de 2008 - 02:17 a. m.
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Agosto 22 de 2008; 10AM. A la entrada de la exposición, me encontré a Doris de la Hoz, Directora de Etnocultura y Fomento del Ministerio de Cultura.

Se estaba secando las lágrimas. No había podido hacer el recorrido de una sola vez por el estremecimiento que le causaron los altares. Se sintió interpelada por el poder simbólico condensado en ellos, el cual también existe en su tierra de las llanuras del Cesar y la Guajira. Tomar conciencia de que esa fuerza desaparecía vertiginosamente había aumentado su conmoción.

Minutos más tarde llegaron 48 estudiantes del Colegio Sorrento. Se dividieron en grupos y comenzaron a entrevistar a los arquitectos y arquitectas que vinieron desde sus regiones para hacer tumbas y altares. Sus preguntas sobre la desposesión territorial y los efectos de la guerra evidenciaban cómo habían captado el sentido político de la muestra. Misión cumplida, pensé, no sólo con respecto a las metas de este trabajo, sino a los logros que hemos alcanzado formando a docentes dentro de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos, como ha sido el caso de las orientadoras de estos estudiantes, Olga Lucía Arias y Carmen Rodríguez. Infortunadamente la Secretaría de Educación Distrital tomó la opción de no seguir apoyado la realización de esta cátedra contra del racismo y a favor de la visibilización de la gente afro.

Septiembre 8, tres de la tarde. Teatro Teresa Cuervo Borda. Maestros de la Red Elegguá exponían proyectos pedagógicos conectados con la exposición Velorios y Santos Vivos. Milena Yate hablaba sobre ejercicios semánticos para que sus alumnos del colegio Brasilia entiendan qué es un santo vivo y cómo son sus fiestas. Cerca de mi, un joven de look rasta comenzó a convulsionar. Arrojó el enorme bonete verde, rojo y amarillo que le cubría sus dread locks y empezó a hablar en lengua. Repetía el nombre de Obatalá, la máxima deidad del panteón Yoruba. Luego, en un español con un acento difícil de definir decía que ese oricha exigía el desmonte la exposición porque profanaba la memoria de los ancestros.

Esta no ha sido la única objeción agresiva contra la exhibición. No obstante el que siempre hayamos estado dispuestos a discutir los disensos, hasta nos mandaron una carta anónima llena de insultos. Una de las expectativas que teníamos con este montaje era que generara controversia, pero que ésta pudiera zanjarse mediante el diálogo y no silenciando al contradictor. Siempre supimos que representar la relación entre vivos y muertos podía herir susceptibilidades. De ahí las consultas reiteradas con sabios y sabias del Archipiélago Raizal y de los palenques de San Basilio y Uré; de Quibdó, Tutunendo, Istmina y Condoto; de Padilla, Yarumales, Guachené, Quinamayó, Puerto Tejada y Villarrica; de Tumaco, Espriella, Tulmo, Imbilí y  Robles; de Guapi, río Quiroga y Limones. De ahí también la idea de consagrar los altares de la exposición mediante la ceremonia ecuménica que concelebraron dos sacerdotes de la Afroteología, un pastor bautista y un babalao cubano. Ninguno de ellos consideró sacrílega la hechura de altares dentro del museo. Al contrario, se congratularon por la apertura de un espacio cargado de estética y simbolismo para llorar, orar y cantarles a los antepasados. Alegando que no representan a las comunidades de la base, hay quienes le restan legitimidad a las sabidurías ancestrales que consultamos. ¿Qué derecho político podría cimentar esas descalificaciones? El Museo, el Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Nacional o a la Dirección de Poblaciones Étnicas del Ministerio de Cultura, ¿tendrían la potestad para desvertebrar un esfuerzo que no sólo nació con carácter colectivo, sino que ha llegado a ser un medio para mantener viva la memoria por los desterrados, y por los desaparecidos por la guerra y el mar?

Los museos de hoy pueden seguir siendo escenarios para desplegar la historia patria, pero también las diversidades ciudadanas de legitimación reciente. De ahí los nuevos sentidos pedagógicos que curadores y museógrafos les dan a los objetos y símbolos que ponen en escena. Sin embargo, a medida que los visitantes construyen sus propios significados, lo expuesto toma vida propia e impredecible, como la que adquirió en la mente de Doris de la Hoz o de los estudiantes del Colegio Sorrento. Deducimos que esta escenificación de símbolos afroamericanos sí logra estremecer las emociones e innovar los pensamientos.

*Grupo de Estudios Afrocolombianos
Centro de Estudios Sociales
Facultad de Ciencias Humanas
Universidad Nacional de Colombia
Agradezco las sugerencias que Cristina Lleras y Sofía González me hacen para mejorar estas columnas.

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