— ESTOY CONMOVIDO— FUE LO ÚNIco que pude decirle al profesor Javier Laviña, mientras veía los 28 paneles con fotografías de la exposición Velorios y Santos Vivos, cuyo montaje él había coordinado dentro del vestíbulo del Edificio Histórico de la Universidad de Barcelona, y cuya apertura había tenido lugar el 4 de febrero de 2010.
La arquitectura antigua y solemne del recinto emblemático de ese centro académico contribuía a realzar los registros de cada etapa de las ceremonias fúnebres que habíamos documentado entre 2007 y 2008 con el apoyo de diversas comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras, esperanzadas en que la exhibición temporal que tuvo lugar entre el 21 de agosto y el 3 de noviembre de 2008 les abriera las puertas para figurar en las exposiciones permanentes del Museo Nacional y, por lo tanto, en la narrativa sobre la formación de Colombia. Laviña formó parte de los científicos internacionales cuyas conferencias contribuyeron a darle el contexto global a la muestra original. Impactado por lo que había visto en Bogotá, se propuso hacer el respectivo montaje en su universidad. Lourdes Cirlot, la vicerrectora de Artes, Cultura y Patrimonio, le cogió la caña y se alió con el Gabinet d’Activitats Institucionals i de Protocol de la misma universidad, y hasta me invitaron para que el 10 de febrero ofreciera una conferencia sobre la experiencia que el Grupo de Estudios Afrocolombianos había tenido a lo largo de la investigación, montaje de la muestra temporal e impulso de las exhibiciones itinerantes desarrolladas en 2009 y que continuarán en 2010.
El mayor reto de la charla consistió en documentar los contextos de modernización y conflicto armado que siguen poniendo en riesgo los ritos fúnebres de los afrodescendientes, y por ende el porvenir de la vida social de esos pueblos. Indispensable insistir en que el uso del velorio para identificar enemigos de la persona asesinada se traducía en que los deudos prefirieran pasar desapercibidos, absteniéndose de llevar a cabo la ritualidad fúnebre. Del mismo modo, imposible sacarle el quite a las inquietudes por la desposesión territorial de los afrocolombianos en lugares como Curvaradó y Jiguamiandó, cuyos pobladores ancestrales —luego de diez años de haber sido desplazados en 1997 por la violencia— habían logrado retornar, para hallarse frente a un territorio irreconocible por las hileras de palma aceitera, y que en el futuro próximo quedará aun más desfigurado por las explotaciones industriales de oro aprobadas en marcos de la confianza inversionista. Al día siguiente continuó el diálogo con algunos de los asistentes, quienes querían saber más sobre la palma. Explicaba que formaba parte del programa de biocombustibles. —¿Cuál es la lógica de ese programa?— Me preguntaron. Respondí que sustituir los combustibles fósiles. Pero si en Europa ya fracasó el biodiésel y nadie lo usa, insistieron. Guardé silencio, prometiéndome investigar más sobre la racionalidad del esquema, pero albergando la duda de que un esfuerzo que ha implicado tantos costos sociales vaya en contra de conocimientos obvios para la experiencia europea.
*Grupo de Estudios Afrocolombianos Universidad Nacional de Colombia