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Yeni y Caché

Jaime Arocha

30 de diciembre de 2025 - 12:05 a. m.

“La magia comenzaba” cuando en el horizonte veía cómo brillaban las láminas de zinc que cubren la exquisita estructura tallada en madera de la Concatedral de San José de Tadó. Desde ese primer deslumbramiento ocurrido en mayo de 1992, al regresar al Chocó “no puedo evitar que los ojos se me agüen”. Sé que desde esa cuenca del San Juan aún están lejos los pueblos del Baudó, pero aun así los he sentido como “natales” porque su gente me adoptó, y he presentido la conmoción que hace ya treinta años me ocasionaron los verdes de las selvas y las transparencias de ríos y quebradas. Esas sacudidas retienen la emotividad original, pese a los cataclismos que los paisajes y las personas se han visto obligadas a enfrentar por las actividades de los grupos armados y las ilegalidades que ellos han impuesto. Para 2026, me propongo que esta columna sirva para compartir la belleza humana y ambiental del Afropacífico, la cual me ha habitado a lo largo de estos años.

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Yeni y Caché me ayudarán a hilvanar los relatos. A esa niña de once años la conocí en la Boca de Pepé en 1995. Tenía “virtú”, como la gente negra del Baudó llama a la sabiduría excepcional con la cual nacen ciertas personas. Se manifiesta en la empatía con la cual se relacionan con la gente, los animales y las plantas. A ellas también las nombran como Ananses, en honor a la deidad del ingenio y la libertad, encarnada en la araña que a los Asande de Ghana les enseñó a resistir la colonización y a tejer las refinadas telas Kente que hoy conocemos porque las viste nuestra vicepresidenta Francia Elena Márquez Mina. Yeni era hija de Tomás y Yoli, a quien le ayudaba mucho con las tareas de la casa porque el tercer embarazo se le había complicado. Como pilotaba bien su canoita, antes de irse al colegio, Yeni remaba para traer leña y avisarle a su papá dónde había plátano para recoger. También cuidaba a su hermanito Yerson. El nene debía nacer en tres meses.

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Caché era contemporáneo de Yeni. Me lo presentó su tía Rosalía mientras cuidaba la zotea que había alzado en el barrio Obrero de Quibdó. Tenía albahaca, poleo y otras yerbas medicinales, además de una palma que trasplantaría para para ombligar nenes o nenas. Junto con otras familias desterradas, doña Rosalía ahorraba para comprar cemento y varilla. Con sus vecinos hacía mingas para reemplazar por unas más seguras las casas de madera hechas a las carreras por salvar la vida. Pasito me dijo estaba muy preocupada con ese niño tan flaco y callado. Sabía que necesitaba cariño, comprensión y ternura, pero ella tenía que hacerle frente a esa nueva vida que le había impuesto el desplazamiento forzado. A Caché lo habían mandado desde Turbo porque a sus papás se los habían llevado en unas Toyotas negras unos hombres enmascarados. Los acusaban de ser cómplices de los guerrillos. Dijeron que los soltarían en dos días, pero ya habían pasado dos semanas sin noticias. Los vecinos presentían lo peor y ya no podían apiadarse más de cinco almas forzadas al abandono. Habían logrado contactar a sus familiares y repartido entre ellos a las tres niñas y los dos niños, pero a la seño Rosalía le chocaban las bandas que ya aparecían en Quibdó y obligaban a los niños a que las apoyaran. Así, ella había hablado con sus padres Justino y Fidelina que vendrían a recoger a Caché para llevárselo a la Boca.

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En el Baudó, a Caché no solo le tocaría lidiar con la tristeza e incertidumbre por el destino de sus papás y hermanitos, sino con un mundo que le resultaba difícil de comprender. Yeni y sus abuelos contribuirían a hacer de él el ser excepcional que ocupará estas líneas.

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