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Bailar con las trompetas del apocalipsis

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Javier Ortiz Cassiani
11 de junio de 2020 - 05:00 a. m.
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Son tiempos apocalípticos: los que buscan en cada tragedia mundial la partitura para una prolongada sinfonía de ángeles y trompetas parecen estar en su elemento; algunos, quizá apocalípticos pero integrados, empezamos a poner en la mesita de noche a Boccaccio, Tucídides, Defoe, Camus, Saramago… y sus libros sobre pestes. El otro día, sin embargo, en alguna red social por ahí, se me ocurrió decir que tal vez convendría —en estos tiempos de atiborramientos literarios pandémicos— leer al ensayista y novelista cubano Antonio Benítez Rojo, quien con gracia documentada en el libro La isla que se repite habla de la ausencia del apocalipsis en el mundo caribeño. Nada puede superar la belleza con la que lo dice Antonio, así que disculparán la cita en extenso: “Puedo aislar con pasmosa exactitud —al igual que el héroe novelesco de Sartre— el momento en que arribé a la edad de la razón. Fue una hermosísima tarde de octubre, hace años, cuando parecía inminente la atomización del meta-archipiélago bajo los desolados paraguas de la catástrofe nuclear. Los niños de La Habana, al menos los de mi barrio, habían sido evacuados, y un grave silencio cayó sobre las calles y el mar. Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron de ‘cierta manera’ bajo mi balcón. Me es imposible describir esta ‘cierta manera’. Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis. Esto es: las espadas y los arcángeles y las trompetas y las bestias y las estrellas caídas y la ruptura del último sello no iban a ocurrir. Nada de eso iba a ocurrir por la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico”.

Ayer por la mañana, mientras estaba en el balcón del apartamento donde vivo en Cartagena de Indias, en el Caribe colombiano, me acordé de todo esto: de Benítez Rojo, de la peste, del apocalipsis… No es que haya entrado a la edad de la razón, tampoco me asalta una presunción epifánica, “solo diré que” un hombre negro, alto y delgado, rompió el silencio de una mañana que anunciaba otro día igual a todos con un pregón afinado pero sin muchas pretensiones: ofrecía diez limones por $2.000. Llevaba una bermuda roja a la rodilla, tenis desgastados de color indescifrable, una franela azul, una gorra en la cabeza, la mitad de la cara forrada —en una bioseguridad precaria, en una profilaxis de miseria— con algo parecido a un tapabocas y dos pequeños talegos de limones colgados en los hombros. No perdía el ritmo. Uno podía medirle el tiempo entre un pregón y otro, y tengo la absoluta seguridad de que se demoraba exactamente lo mismo. Era como si contara los pasos antes de soltar su arenga. Yo también me quedé haciendo cuentas. Pensé en cuántos limones tendría que vender en ese día de sol para poner un plato de comida medianamente decente en su mesa y sufrí. Sufrí porque en este barrio, donde la gente se puede dar el lujo de pasear asépticamente su perro todas las tardes mirando la bahía, pocos osarían comprarle sus limones de origen dudoso. Él parecía no sufrir tanto, “entonces supe” que pedirles que se reinventen a los que toda la vida la miseria los ha obligado a reinventarse a diario es una completa estupidez. Cuando las trompetas del apocalipsis suenen, harán lo que deben hacer: bailarán. Con ritmo, por supuesto.

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