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“No faltan calurosas pesadumbres, y cuasi siempre suda la mejilla…”, Juan de Castellanos.
Todavía no habían transcurrido veinte años de la fundación de Cartagena, cuando el Cabildo expidió una ordenanza en la que decía que “en esta ciudad había muchos negros”, andando por ahí, de noche, en horas ilícitas, sin ley. La medida disponía “que después de tañida la queda ningún negro pueda andar por esta ciudad, sino fuere yendo a una casa que convenga, con un cristiano que lo lleve”, so pena de ser castigado con cincuentas azotes y un peso de multa a su propietario. Otra ordenanza señalaba que los negros no debían juntarse “los domingos ni días de fiestas a cantar y bailar por las calles con tambores”, que solo podían hacerlo en los lugares que “el cabildo les señalare y allí se les dé licencia que puedan bailar, tañer y cantar y hacer sus regocijos según sus costumbres, hasta que ponga el sol”, porque de lo contrario “serían atados y azotados en la dicha picota en la plaza”.
Más allá de la mirada a la acción punitiva, estas disposiciones oficiales revelan las características del modelo esclavista en una ciudad portuaria: la movilidad. El puerto era, sobre todo, un lugar de movimiento, de ventas de servicios, y de demanda constante ante la afluencia de gentes de todas las latitudes. Fernando Braudel, un historiador que supo desentrañar las características de la cultura definida por los mares en los zócalos aparentemente inmóviles de la larga duración, sintetizó de manera acertada esa condición: “El puerto es un centro natural de vida social. Es el lugar de encuentro, es allí donde las gentes se entienden, donde se injuria; es allí donde se originan incidentes, procesos reveladores de complicidad”. En la lógica de su momento, Manuel Tejedo Fernández, en un libro sobre la vida social de Cartagena en el siglo XVII publicado en el pasado siglo, dijo que en Cartagena había “muchos negros, mulatos, cuarterones, zambos, en su mayoría esclavos o libertos”. Estaba por todas partes, “en las casas de los particulares y en las de los funcionarios, al servicio de la inquisición y de los conventos, en los cuarteles y en los hospitales”, y remató diciendo que esa “mescolanza” hacía de Cartagena “una pequeña cosmópolis de vida inquieta y color inseguro, con un tinte exótico indiscutible”.
En realidad, el negro era el color más seguro. Cartagena de Indias nunca perdió su vida inquieta: incluso en la modorra económica que padeció durante la mayor parte del siglo XIX, había un ambiente de movimiento y participación en los espacios públicos de la gente negra y popular. El 10 de junio de 1849, una multitud recibió a José María Obando como gobernador de la Provincia de Cartagena. Lleno de enfado por el éxito popular de su enemigo político, el cartagenero Joaquín Posada Gutiérrez, bolivariano, exgeneral de las guerras de independencia, consignó en sus memorias la narración del “bullicioso fandango” que se armó en la ciudad. En la estrecha calle, frente a la casa que se preparó para hospedar a Obando, “el tambor retumbante africano” era “manoteado con furor”. Pero lo que más “fastidio causaba” a Posada Gutiérrez, eran las cantadoras que, “acompañándose con las consabidas palmadas”, cantaban coplas con este estribillo: “El año que viene/ si Dios nos da vida/ veremos a Obando/ sentao en la silla”.
Quizá por eso las visiones conservadoras sobre la ciudad construidas en el siglo XIX, en el XX y hasta en el siglo XXI, carcomidas por una nostalgia virreinal y genuflexa ridiculez ante las visitas reales, todavía hablan de un supuesto orden y boato en los tiempos coloniales que se vino abajo con la llegada de los tiempos republicanos. Como dijo alguna vez en endecasílabos Juan de Castellanos, “no faltan calurosas pesadumbres”.
