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El Catatumbo: frontera, barbarie y soberanía

Javier Ortiz Cassiani

30 de enero de 2025 - 12:05 a. m.

Cuando el país puso sus ojos en el Catatumbo, el miedo por la separación de Panamá todavía estaba allí. Con las concesiones entregadas a las compañías extranjeras para la explotación del petróleo, varios opinadores de prensa y congresistas advirtieron sobre el peligro que representaba –para la ya desmembrada nación– la presencia de los Estados Unidos a través de las petroleras. Lo que estaba en el ambiente era el recuerdo de Panamá y la redomada costumbre de la nación al norte de América de negociar sus proyectos económicos con países débiles o de reciente creación.

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Para colmo, en 1928 un movimiento político de la región del Zulia en Venezuela, con una tradición separatista que venía desde los primeros cañonazos de la independencia de España, pero que, por supuesto, hundía sus raíces en los tiempos coloniales, quiso declarar un nuevo Estado con el nombre de República de Coquivacoa o República del Zulia. El agravante era que la nueva república no sólo hacía planes con los territorios incorporados al Estado-nación venezolano, sino que también pensaba en territorios que eran parte de la nación colombiana en fronteras cuya definición en las dinámicas de la zona nunca han sido claras. Lo que si estaba claro es que había petróleo, lo que explicaba perfectamente el interés de los Estados Unidos en apoyar el nuevo proyecto de país para negociar a su antojo con un Estado en estreno.

En 1935 el periodista y exsenador, Pedro Juan Navarro, escribió en un libro de anécdotas políticas de los años veinte y treinta, titulado El Parlamento en pijama, que la ley de colonización del Catatumbo aprobada por el Congreso de Colombia no era más que la necesidad de “hacer una afirmación de soberanía en esas comarcas sobre las cuales pesaba la amenaza de la República del Zulia, que la rapiña imperialista soñó juntar en un solo dominio a las regiones venezolanas colindantes, que con las colombianas forman un gran mar de petróleo”. Un año después, en una nota de prensa, dijo que su insistencia sobre la República del Zulia no era “producto de acendrado y receloso patriotismo”, pero que sí era necesario peguntarse si el Catatumbo colombiano y el lago de Maracaibo no estaban expuestos “al asalto que en 1903 nos arrebató el istmo de Panamá”.

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La culpa a los Estados Unidos en el destino que corrieron muchas zonas de frontera hizo carrera. Sin duda, no tienen nada de infundados estos argumentos; sobran ejemplos para ilustrarlos. Lo que sí es necesario advertir es que para nada esos argumentos cambiaron la visión que se tenía sobre esas zonas de frontera. Por mucha celebración por el petróleo y mucho sentido patrio directamente proporcional a la cantidad de barriles que pretendían extraerse, no se abandonaba la idea de que se penetraba a un territorio habitado por salvajes. Los relatos están llenos de referencias a la barbaridad de los indígenas motilones, al “silbido de sus flechas, que es muy semejante al de las serpientes hambreadas o rabiosas”, y a cómo “el blanco estaba expuesto a la presencia vengadora del indio”.

Tenemos una nación que, a pesar del paso del tiempo, no renunció a esa visión peyorativa de la frontera. Cuando la supuesta civilización llegó, bajo la idea de extirpar la barbarie, generó más barbarie. En estos tiempos en que hemos aprendido la sensibilidad para decirnos estas cosas; en tiempos en que la región del Catatumbo vive momentos trágicos a los que se les busca solución, es importante que las medidas que se implementen tengan todo este pasado en cuenta.

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