“¿Qué haría yo si estuviera vivo durante la esclavitud? ¿O en el sur de Jim Crow? ¿O durante el apartheid? ¿Qué haría si mi país estuviera cometiendo un genocidio?”. Cualquiera creería que estas preguntas se las hace un afroamericano comprometido con las políticas militantes de la gente negra en los Estados Unidos o un latinoamericano que confraterniza con las ideas de izquierda y defiende las causas de las minorías étnicas en todo el mundo. Pero no: es la publicación en redes sociales de un miembro activo de la Fuerza Aérea norteamericana, poco tiempo antes de vaciarse el contenido de un combustible en el cuerpo y prenderse fuego al frente de la entrada principal de la embajada de Israel en los Estados Unidos. Tenía 25 años, era blanco, había nacido en Texas y se llamaba Aaron.
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El pasado 25 de febrero, Aaron Bushnell se grabó mientras se inmolaba frente a la embajada israelí. Antes de hacerlo, señaló que no podía ser indiferente ante lo que las fuerzas armadas de su país estaban permitiendo en Gaza, y que su acto, aunque extremo, no era nada con todo el horror que se estaba padeciendo en aquel territorio: “no seré cómplice del genocidio”, dijo, y segundos después se ubicó en el lugar donde se prendería fuego. El joven piloto rodó en llamas por el suelo gritando varias veces: ¡Palestina libre!
Mientras Aaron Bushnell ardía como la zarza que Moisés vio arder en el Monte Horeb, de acuerdo con el relato bíblico, un guardia de seguridad lo apuntaba insistentemente con un arma como si ese pobre chico casi inconsciente por las llamas representara algún peligro. Había dicho, sin embargo, las palabras que ponen a muchos en alerta: Palestina libre. Otro oficial, que en cambio se preparaba para socorrerlo, tuvo la sensatez de gritarle que lo que necesitaban eran extintores, no armas. Pese a que fue trasladado a una clínica, no fue suficiente. El piloto murió el pasado lunes y muchos medios mostraron la noticia como un acto aislado desligada del contexto del genocidio que ocurre en Gaza. Simplemente la imagen no encajaba.
El pasado martes 20 de febrero también nos costaba creernos la imagen de la afroamericana Linda Thomas-Greenfield, en su función de embajadora de los Estados Unidos, vetando por tercera vez la propuesta de resolución de alto el fuego humanitario inmediato en Gaza, con lo que se bloqueaban los posibles intentos del Consejo de Seguridad de la ONU para solucionar la catástrofe que ocurre en Gaza. Y quizá esa imagen no encajaba porque Thomas-Greenfield, con su cara de maestra buena en pleno uso del retraso de su jubilación, su figura de abuela afroamericana sufrida por las injusticias contra ella sus hijos y sus nietos o de viuda de un militante negro rebelde de los tiempos de las políticas de segregacionistas, cuesta imaginarla representando un imperio que en coyunturas como estas vuelve a sus fueros y con una simple alzada del brazo de una de sus representantes, determina la vida de tanta gente en los territorios de ocupación.
En Gaza van 30.000 muertos, y Joe Biden habla del conflicto que los produce mientras disfruta un helado, en esa especie de senectud despistada pero belicosa, que traiciona a los que votaron por él pensando en su talante moderado en momentos en que Trump había llevado la política estadounidense a niveles delirantes.
La oposición a la ocupación de Gaza debería convertirse en una cruzada mundial en la insignia de la militancia por la justicia social en todo el mundo, como alguna vez lo fue la oposición al apartheid en Sudáfrica.