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El “otro” que desacomoda

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Javier Ortiz Cassiani
04 de agosto de 2022 - 05:30 a. m.
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Una mujer mayor, iracunda, amenaza con un trozo de madera a dos jóvenes que la filman desde sus teléfonos móviles mientras tratan de defenderse de los insultos y la agresión física en el parque de un barrio de Bogotá. Vocifera. Está descompuesta y a su alrededor hay otras personas que también hablan a los gritos sobre decencia, perversión, moralidad y mal ejemplo para los niños. Minutos antes esos jóvenes habían tenido muestras de afectos como pareja en ese mismo parque: se abrazaron, se besaron. Algunos vecinos, en nombre de la comunidad –como ellos mismos lo dijeron– creyeron que aquello era un atentado en contra de las buenas costumbres de un vecindario de respeto y que por ningún motivo iban a tolerar esas muestras de indecencia y perversión, de modo que lo solucionaron de la forma como estamos acostumbrados, con la violencia.

Esa violencia no viene de un ser excepcional. La señora no es un monstruo. Posiblemente es una vecina solidaria, que socorre a todo el que necesita ayuda en el barrio, hace tamales para el bazar en el que se recolectan fondos para los arreglos del parque, recoge las deposiciones que dejan sus perros en el césped y adora a sus nietos. Pero en el orden para la tranquilidad mental que la tradición le ha enseñado a construir, la diversidad sexual no tiene la más mínima posibilidad. La saca a ella y a una inmensa mayoría como ella de la zona de confort que han desarrollado para soportar los ajetreos de la vida. Lo diferente, lo que se sale de lo aprendido como normal, lo otro, los violenta y los desacomoda tanto que les parece normal reaccionar en forma violenta.

Muchas personas son capaces de aceptar dentro de ese orden la corrupción de los funcionarios públicos, los abusos policiales, la falta de escuelas, los malos servicios públicos, pero allí no cabe que en los parques haya muestras románticas de gente sexualmente diversa. Cuando uno ve estas escenas viscerales y cotidianas de rechazo a la población gay, no puede evitar ligarlo a las violencias estructurales de la nación. Sobre esos miedos cotidianos y sobre la cadena de prejuicios han cabalgado las prácticas más violentas en este país. Primero mataron maricas, putas y drogadictos en los parques y la gente aplaudió.

Hay que avanzar en la política de defensa de los derechos de la población sexualmente diversa, y eso implica un sistema cada vez más refinado a tono con la realidad social y cultural. Pero, a la par de eso, también es necesario adelantar una pedagogía lo suficientemente efectiva y estratégica, no de choque, sino de diálogo y persuasión, para llegarle a un gran grueso de la población. No hecha para enfrentar monstruos, que no lo son, sino a una población común y corriente, tías, madres y abuelas, en cualquiera de los barrios de las ciudades colombianas, capaces de atrincherarse con un garrote cuando consideran que hay algo que amenaza con desacomodarles un supuesto orden fundamentado en prejuicios.

Hace algo más de un mes, cuando el mundo celebraba las marchas del orgullo gay, una madre de origen popular avanzaba por la avenida Reforma en Ciudad de México con las cenizas de su hijo y una fotografía como si llevara un cuadro de la virgen en una procesión de la Guadalupe. Su hijo había muerto de cáncer hacía un mes y le había prometido llevar todos los años sus cenizas a la marcha. “Porque mi hijo era orgullo LGTB”, dijo cuando le preguntaron por qué marchaba con las cenizas. “Hay que alzar la voz –continuó diciendo–, y que sean felices, que la gente ya se quite las máscara y los dejen ser felices, como ellos quieran”. Tengan la absoluta seguridad que esta señora no blandirá un trozo de madera ante una pareja gay que se bese en el parque de su barrio.

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