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Su condición de militante de la performance caribeña no le permitía, y tampoco era su intención, construir evocaciones aterradoras del paisaje –digamos, cosas al estilo de Lovecraft–, pero a mí siempre me ha llamado la atención el pasaje de Cien años de soledad en la que el narrador menciona el silencio inquietante de las plantaciones de banano: “Para la gente de Macondo era una distracción reciente recorrer las húmedas e interminables avenidas bordeadas de bananos, donde el silencio parecía llevado de otra parte, todavía sin usar, y era por eso tan torpe para transmitir la voz. A veces no se entendía muy bien lo dicho a medio metro de distancia, y, sin embargo, resultaba perfectamente comprensible al otro extremo de la plantación”.
Aunque “aquel juego novedoso era motivo de risas y sobresaltos, de sustos y burlas, y por las noches se hablaba del paseo como de una experiencia de sueño”, no era confianza y tranquilidad lo que transmitía ese silencio. Quizá en el fondo hacían parte de los mismos presagios apocalípticos, solo que tenían formas distintas de revelarse. La del pueblo, que se mostraba como la guacherna incesante del progreso, y la de las plantaciones, expresada en ráfagas de silencio perturbador. Gabriel García Márquez no dejó aquello sólo como un asunto de Cien años de soledad: en El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza y Juvenal Urbino vuelan sobre el “océano de sombras de los plantíos de banano”, tripulando el globo con el que se pretendía inaugurar el correo aéreo en la región, y sintieron que el “silencio se elevaba hasta ellos como un vapor letal”, y Fermina recordó los paseos que de niña con su madre daban por “la floresta sombría”. –Es curioso: el rechoncho y sonriente Mr. Herbert, que sería reconocido por haber fundado el emporio bananero después de empacarse íntegro un racimo de guineo en casa de los Buendía, había llegado a Macondo promocionando su negocio de globos–.
Cuando el tren en el que viajaba Gabriel García Márquez y su madre, la mañana del domingo 19 de febrero de 1950, entró “con un resuello sigiloso en la penumbra fresca de las plantaciones, el tiempo se hizo más denso”; fue entonces que el escritor tuvo la certeza de que habían “entrado en el reino hermético de la zona bananera”. Toda esa tradición, propia de los modelos de economías extractivas que se expandieron por todo el mundo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, las mismas que pusieron en el mapa de la geopolítica y la economía mundial lugares que eran apenas zonas marginales y de frontera para la soberanía mezquina de los Estados nación de este lado del mundo, se iría a mediados del siglo XX al Urabá.
Allí instalaron otras formas de silencio inquietante y terror. A finales de los años ochenta y principios de los noventa del pasado siglo, la empresa bananera Chiquita Brands solucionaba sus conflictos patrocinando grupos paramilitares. Las masacres, las pilas de cadáveres y su hedor hacían ruido, y en el 2000, el mismo año en que se declaró en quiebra, no le quedó más remedio que admitir que de las 4.335 personas que fueron asesinadas en Urabá, las 1.306 desaparecidas y las 1.675 que fueron desplazadas, ellos tuvieron una altísima cuota de responsabilidad. Hace unos días un tribunal de los Estados Unidos los condenó, y creo que si en algo deben contribuir las efemérides literarias, más allá del genuino reconocimiento de los autores de las obras canónicas que se ocupan de esos temas, es para poner en evidencia los secretos de la floresta sombría.