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La comida nunca pesa

Javier Ortiz Cassiani

19 de diciembre de 2024 - 12:05 a. m.

En los últimos tiempos las redes sociales han convertido el cumplimiento de los deberes de la administración pública en una especie de ejercicio de caridad. Lo público utiliza el mismo lenguaje, la misma narrativa –como se estila decir ahora– usada en la promoción de las acciones privadas en el cumplimento, no de ningún deber u obligación pública, sino de la vocación filántropa como parte de una iniciativa moral particular y a veces hasta religiosa. La persona que conduce su automóvil de alta gama se detiene en una calle, conversa con un vendedor, pregunta cómo van las ventas, y después de un corto y afable diálogo compra toda la oferta del dependiente. Agradecimientos, abrazos, sonrisas, llanto… por supuesto, la caridad será filmada.

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Hace unos días vi un video con una acción del mismo talante, pero protagonizada por un funcionario público: el gobernador de un departamento del Caribe colombiano se hace filmar haciendo un mercado para una mujer que se dedica a vender almuerzos a muy bajos precios en un barrio popular de la ciudad capital del departamento del que el protagonista de video es gobernador. Él mismo –por lo menos eso muestra la filmación– escoge los productos como cualquier vecino; los transporta en una carreta, pide ayuda en un despliegue de campechanía pura a las personas que están cerca para llevar los productos hacia una camioneta pick up que también él mismo conduce hasta su destino.

Cuando llega al barrio saluda a la mujer con familiaridad, le dice que vaya a ver lo que le trajo, la abraza, hay sonrisas, bendiciones, llanto y una filmación editada profesionalmente para mostrar algo preparado desde una naturalidad cotidiana. En algún momento del video el gobernador pide, con la misma campechanía que mostró cuando hacía el mercado, que no se queden mirando, que ayuden a bajar las cosas de la camioneta. Hay voluntarios, ajetreo, risas y música de algún vecino. De pronto, alguien que se dispone a tomar algo para echárselo al hombro suelta una frase que corta el calor, detiene el tiempo, resume la existencia de los suyos: “La comida nunca pesa”. Ahí está todo. La sentencia precisa para definir el valor que le dan a la comida los que siempre han vivido en la escasez. Pero lo dice así, sin ni siquiera arreglarse un poco su franela arrugada, sin arquear la ceja, sin llevarse la mano al mentón, sin impostar la voz. Simplemente la dice y se apresta a tirarse un bulto al hombro como si no acabara de decir una frase que no es oro en bruto sino ya pulido en exquisita filigrana para quienes tienen por oficio escribir.

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En medio de una creciente sensiblería en serie a la que nos han acostumbrado las redes sociales, y del juego de lo público con estas formas y lenguajes que garantiza lágrimas, me gustas y bendiciones, valoro estos destellos de cimarronería verbal y creatividad popular. Ahí está lo verdaderamente espontáneo, aquello dicho sin aspavientos pero que no necesita edición para ser trascendente. La oración, como un eco de campana en la tarde de un pueblo silencioso, quedó ululando en el ambiente del barrio. Se le abona al gobernador que no la dejó pasar y la tomó saboreándola como un catador de licores: “La comida nunca pesa”, repitió, “tremenda frase”, dijo. Por supuesto, el editor sabía que después de eso no había más nada, ahí se acabó el video.

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