A mi hermana Mare… otra vez.
—Mañana dan El Llanero.
En la cotidiana incertidumbre de la pobreza, la televisión era lo único cierto. Las canciones al inicio, las voces de los traductores anunciando el título y los protagonistas de enlatado gringo eran de las pocas certezas para gente que vivía al día y con una plegaria en la boca: “Dios proveerá”.
—¿Qué están dando? —preguntaba el que llegaba.
No sé si de forma correcta (en este país ya no se sabe con la conjugación de las palabras), pero los niños en los barrios conjugaban el verbo “dar”.
—¡Corre, que están dando El Llanero! —gritaba alguien desde la puerta de su casa al vecino del frente o al hermano que jugaba en la esquina.
Dar, esperar… como quien espera los alimentos, un juguete o unos zapatos nuevos. La certeza estaba ahí, con la alta fidelidad de un televisor en blanco y negro: “Un brioso caballo veloz como la luz, una nube de polvo y el grito ¡hi-yo, Silver!... El Llanero Solitario”. “Señor McGee, no me provoque; no soy yo cuando me disgusto”. “¡El avión, el avión!”… Eran mantras contra la pobreza o quizá para ser felices a pesar de la pobreza. En la barriada la televisión era en blanco y negro, pero las maromas diarias para sobrevivir eran una comparsa de colores. A veces, como me contó un amigo, alguien se convertía en héroe escolar durante algunas semanas porque descubría los colores de la ropa más usada por los protagonistas o de los autos que conducían. Alguna vez él mismo lo había sido porque supo, gracias a una vieja TV guía de El Espectador, que el carro de Los Dukes de Hazzard, cuando todavía por acá no había conciencia para entrarle a pica a algo que representara al General Lee, era de color naranja.
En la novela Soldados de Salamina, de Javier Cercas, un personaje dice que quienes desdeñan la televisión son unos cretinos. No llego a tanto, pero creo que es una crítica bastante barata y tan lugar común como una rima de Ricardo Arjona. En todo caso, hacer esta comparación también es ya un lugar común. Quizás haya gente que se ha vuelto tarada por ver televisión, pero debo decir que conozco a muchos tarados que se jactan de no ver televisión.
A mí se me había olvidado que alguna vez en el barrio un chico dijo que Lynda Carter, La Mujer Maravilla, era la hija de Jimmy Carter, presidente de los Estados Unidos, y todos le creímos. Lo creímos porque salía en la televisión, porque queríamos creer, porque necesitábamos creer.
Crecí. Me fui del barrio y vi menos televisión. Estudié. Escribí algunas cosas. Pero un día, no sé por qué diablos, en una conversación de parranda en Bogotá dije que Lynda Carter era hija de Jimmy Carter y todos, incluyendo la chica con quien salía, sobre todo ella, soltaron la risa. Me reí, pero no estaba ahí. Estaba buscando por qué me había quedado con eso, por qué en una conversación de estas, con gente que hablaba de la escuela de los Subalternos y de Gramsci, del giro lingüístico en el que se había metido la última generación de la escuela francesa de los Annales, gente que era inteligente hasta hablando pendejadas, yo me había atrevido a decir lo que dije. Había tenido todo el tiempo y los medios para averiguar que esto no era así. Sabía que no era así. Pero aquella noche de tragos era mi forma de volver a la certeza del barrio.
Mañana dan El Llanero…