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La necesidad de regalarse el tiempo y el espacio

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Javier Ortiz Cassiani
05 de enero de 2023 - 05:00 a. m.
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El año pasado a alguien se le ocurrió regalarme para mi cumpleaños el tiempo. Lo hizo a través del libro El tiempo regalado: un ensayo sobre la espera, de la escritora y periodista alemana Andrea Köhler. Es un texto de 160 páginas pero no había sacado el tiempo ni había podido burlar los compromisos laborales para entrarle sino hasta el mes de noviembre, cuando el tiempo del año 2022 empezaba su agonía. A ratos, durante varios días, con la parsimonia de los que nos levantamos temprano, pero también con la angustia mental porque era consciente de que se estaba acabando el año y no iba a terminar con todos los compromisos que tenía, al ritmo de sorbos de café en una taza navideña que ya no me acuerdo si la habíamos comprado para la pasada Navidad o era una sobreviviente de la Navidad del 2021, empecé a leerlo. Es decir, me regalé el tiempo para su lectura.

Tomarse el tiempo para leer un libro por placer, algo que no está en los presupuestos inmediatos de la consulta profesional o laboral, cabe dentro de las paradojas que anota Köhler: “La paradoja más conocida de nuestro tiempo, la abundancia de la falta de tiempo”. La otra paradoja es que la humanidad puso toda su inteligencia —y lo sigue haciendo— para reducir las distancias. Allí se resume buena parte de la historia de la modernidad, su afán por la movilidad y la aceleración, que busca a toda costa matar el espacio entre uno y otro lugar para con ello ganar tiempo. La autora lo dice muy bien: la modernidad es un “un proceso de acortamiento de los tiempos de la espera” y en esa economía mundial de la aceleración se ven “las horas del día como un presupuesto disponible”. Pero entonces —y aquí viene la paradoja— nos servimos golosos ese tiempo disponible y atiborramos las agendas de citas. Se supone que matamos el espacio para que nos quede el tiempo. Lo dijo el poeta y ensayista alemán Heinrich Heine, en 1843, a propósito de la aceleración que había generado el tren en el mundo: “Los trenes matan el espacio, y entonces no nos queda más que el tiempo”. Lo que no se imaginó el poeta es que la humanidad iba a rebanar ese tiempo en pequeñas lonchas como un salami, porque el éxito suele medirse en la mayor cantidad de obligaciones que podemos asumir en el menor tiempo posible.

Matamos el espacio con el acortamiento de las distancias, pero en “nuestro compulsivo afán de satisfacción” renunciamos al disfrute del camino. Apenas acaba de empezar el año y ya empezamos los afanes por la falta del tiempo y la aceleración que apenas nos permite ver el espacio cuando lo reproducimos en imágenes en la virtualidad. Inventamos el tiempo para luego quejarnos de su carencia. Miguel, un indígena kogui que conocí a mediados del año pasado en una subida a la Sierra Nevada de Santa Marta, no tiene ese problema. Hace travesías a pie de trece horas para visitar a su madre y su familia que viven en otro pueblo y en vez de matar el espacio para ganar tiempo lo que hace es emplear el tiempo para fundirse con el espacio. No sobra decirles que Miguel usa un celular de alta gama y que ocasionalmente escucha música durante el trayecto. Pero no asume la distancia entre un lugar y otro como “un insulso entreacto” —como dice Köhler para referirse a una tradición que inaugura la modernidad—, sino que renueva con cada travesía su fusión con la naturaleza.

Feliz año. En este 2023, regálense el tiempo y el espacio e invéntense formas para asumirlos de otra manera.

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