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La necropolítica nacional

Javier Ortiz Cassiani

28 de agosto de 2025 - 12:05 a. m.
Miguel Uribe Londoño lanzó su candidatura presidencial desde el Congreso.
Foto: Mauricio Alvarado Lozada

Lo recordamos bien. Juan Manuel Galán apenas estaba dejando el acné y precisando el timbre de su voz cuando definió el destino político de la nación colombiana. Tenía 17 años y, en un discurso en el Cementerio Central de Bogotá, frente a la tumba abierta que esperaba el cuerpo de Luis Carlos Galán, invitó a Cesar Gaviria Trujillo a que asumiera las banderas de su padre. Lo que vino después ya lo sabemos. No es nuevo que los muertos se usen como flama política. Por Tucídides supimos que en el invierno del 430 al 431 a.C. durante la guerra del Peloponeso –que enfrentó a Atenas y a Esparta–, Pericles pronunció un discurso fúnebre en el lugar donde yacían las primeras víctimas de la confrontación en el Cementerio del Cerámico, en Atenas, para levantar la moral de los combatientes. La idea de Pericles, según lo han analizado lo estudiosos de la historia antigua, era, además, transformar el dolor de los padres de las víctimas en orgullo y destacar los valores de civilidad y derechos colectivos de Atenas por encima de Esparta para que la gente mantuviera su compromiso con la Polis.

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Hace poco, en Colombia, vivimos otra escena del ejercicio necropolítico. Pero acá no hubo un líder incuestionado que intentara convertirle en orgullo el dolor al padre de una víctima, fue un mismo padre orgulloso quien usó el dolor por la muerte de su hijo como herramienta política y electoral. Miguel Uribe Londoño, padre de Miguel Uribe Turbay, le pidió a Álvaro Uribe Vélez, frente al ataúd de su hijo, que retomara sus banderas para que en Colombia volviera a reinar la seguridad. Por supuesto, se dirigió a Uribe Vélez como presidente, como suelen llamarlo todos sus acólitos, pero lo curioso es que a quien estaba asumiendo como faro moral para que siguiera los preceptos de su hijo –sobredimensionados por el uso político de su muerte– era un hombre que apenas unos días atrás había sido condenado a 12 años de privación de la libertad y que, en ese momento, empezaba a cumplir su condena de casa por cárcel. En términos prácticos, le estaba pidiendo a un delincuente condenado que emprendiera el ejercicio político de cara a las próximas elecciones presidenciales con lo que ratificaba la manera de operar de un partido que siempre parece moverse en situaciones límites.

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Luego, en una acción evidentemente calculada, Miguel Uribe Lodoño se anunció como precandidato presidencial del partido que regenta Uribe Vélez, y este, pocos días después, se fue al Cementerio Central para agacharse y poner la palma de la mano en la tierra todavía fresca de la tumba del joven político asesinado, de modo que la elipse central y sus muertos volvieron a ocupar un lugar clave en la política de los vivos, como suele suceder cada tanto desde el siglo XIX. Según lo consignado por Tucídides en la Historia de la Guerra del Peloponeso, Pericles dijo en algún momento de aquel discurso en el cementerio de Atenas: “Si bien en los asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que, aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir”. Así las cosas, Uribe Vélez, no aprobaría como ciudadano de la Ciudad-Estado de Atenas, mucho menos como uno de sus dirigentes políticos.

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