Darles nuevos significados a las palabras ha sido siempre una muestra de los acelerados cambios de la humanidad y de la necesidad de adaptar el discurso a la realidad de la época.
El término cimarrón, por ejemplo, durante mucho tiempo hizo alusión al ganado mostrenco, que se escapaba de su condición doméstica, se internaba en los montes y se volvía salvaje. Cuando empezó a llamárseles así a los esclavizados en fuga del control de sus amos, era una manera de recordarles su situación de inferiores y de compararlos con animales. Hoy, por el contrario, usar la palabra cimarrón es evocar la construcción de una tradición de lucha y resistencia política, y dudo mucho de que cuando se escucha esa expresión en una reunión de líderes negros alguien piense en vacas y caballos.
Resemantizar, le dicen los especialistas a los cambios semánticos a propósito de las nuevas realidades. Nadie ha contribuido más con esta tarea en Colombia en los últimos años que Álvaro Uribe Vélez. De la misma forma en que pocos pensarían en ganado cuando se dice cimarrón, estoy seguro que casi nadie pensará en un “dulce hecho con fruta cocida con azúcar”, cuando se menciona la palabra mermelada. Desde los tiempos en que Laureano Gómez jugaba con las palabras y sus significados durante sus intervenciones en el Congreso de la República, nadie lo ha hecho más que Uribe Vélez.
Sin embargo, quizá en lo poco que acertó fue en lo de la mermelada. En el resto de sus incursiones semánticas las palabras pretenden redefinir una realidad que no existe. Combinó las nociones de centro y democracia para nombrar a un partido político ubicado en las antípodas de lo que sería el centro y lo democrático, cuando sabemos que su inteligencia populista no calza en la mesura de los centros, porque lo suyo definitivamente son los extremos.
Y se atrevió a llamar resistencia civil al movimiento de oposición al proceso de paz con las Farc, cuando en su gobierno la palabra resistencia le producía escozor y se cansó de calificar a los integrantes del movimiento social en Colombia como “hablantinosos” –otra joya de su gusto lingüístico– aliados de la subversión.
Los acólitos siguen a pie juntillas sus invenciones. El año pasado en una de las tantas fiestas del Hay Festival en Cartagena, me encontré con un exsenador amable y buen conversador, condenado por parapolítica, cuya carta de presentación fue decirme que él era un perseguido político. Se me vino a la mente Trotsky, hostigado hasta su muerte por el estalinismo y los intelectuales españoles exiliados en América Latina por la Guerra Civil. También Uribe le ha dado un nuevo significado a esa expresión histórica, de modo que muchos de sus antiguos aliados no serían delincuentes en fuga, sino exiliados políticos.
Ayer convocó a una marcha con la que parecía redefinir la noción de corrupción. En estos tiempos en los que se llama postverdad a la construcción de falsos rumores políticos, y en los que se ha comprobado que difícilmente podrán meterlo en la cárcel, como parece querer medio país, quizá habría que proponer al semántico de El Ubérrimo para miembro de la Academia Colombiana de la Lengua.