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En una cursilería mortuoria de época, Pedro Prestán, en los días previos a su ahorcamiento en la ciudad de Colón, en Panamá, pidió en una carta a su esposa que una vez muerto reclamara su corazón: “Lo que es el corazón es tuyo; ve que me lo saquen y consérvalo para que vaya contigo a la tumba, cuando Dios quiera llamarte a su reino”. El futuro ahorcado que ofrecía su corazón a la esposa era un mulato nacido en Cartagena el 15 de marzo de 1852, y había desarrollado una carrera política en la ciudad de Colón en las filas del llamado liberalismo radical para los tiempos en que Panamá era el ombligo del mundo y que ese mundo parecía tenerlo claro menos el país al que pertenecía. Lo ahorcaron una mañana lluviosa el 18 de agosto de 1885 sobre las vías del tren, acusado de haber incendiado a Colón unos días atrás durante una de las batallas entre las tropas liberales y el ejército colombiano en la guerra civil de 1885.
Los que defendieron su inocencia dijeron que, además, le habían aplicado la pena de muerte pese a que la Constitución de Rionegro de 1863 —la carta política que todavía regía los destinos de Colombia y que sería remplazada un año después— había prohibido esa pena. Todo indica que el corazón de Prestán nunca fue entregado a la viuda. En un panegírico escrito por Antonio C. de Janón, su copartidario, publicado en San José, Costa Rica, en 1888, dice que “uno de los médicos que hicieron la autopsia se llevó consigo el corazón para ser entregado a la viuda como él creía”, pero días después, “se le obligó con fuerza armada a entregarlo al Gobierno, para que pasara a poder de los americanos que lo habían comprado”. Su cráneo, acompañado de una carta, fue enviado a Cesare Lombroso con prontitud. Obviamente, como una contribución para sus estudios en los que se relacionaba la apariencia física y la condición biológica con el crimen. Prestán era negro.
Además de todo esto, la muerte de Prestán y su tratamiento me sirve para pensar en cómo los museos de las naciones se fueron construyendo desde esta suerte de cursilería, ya no personal sino patriótica. Sabía de la existencia de Pedro Prestán, pero me convencí de que tenía que escribir sobre este personaje después de encontrarme, en los objetos guardados en un espacio del Museo Histórico de Cartagena, con un pedazo de la cuerda con la que fue ahorcado. Estaba en una pequeña vitrina, y debajo una nota que anunciaba que se trataba de un fragmento de la cuerda con la que se había aplicado la condena.
Las vitrinas de muchos museos están llenas de mechones de pelo y corazones metidos en soluciones de alcohol fenicado; sabemos también que cuando fue necesario entregar los restos de Bolívar a Venezuela la nación pidió quedarse con el corazón y algunas vísceras que estaban en una urna independiente del resto del cuerpo. A alguien, alguna vez, incluso, se le ocurrió guardar tres hojitas del árbol de limonero debajo del que Bolívar solía sentarse en los días que pasaba su enfermedad en la Quinta de San Pedro Alejandrino, para luego donarlo a un museo. Si uno revisa el inventario de los primeros años el Museo Histórico de Cartagena, que hace dos años cumplió su centenario, podrá encontrar la referencia a esa donación.
Pedro Prestán y su petición, muy personal, para que la viuda guardara su corazón me hizo pensar en las cursilerías históricas de la patria, y en las actuales, sustentadas por los que suelen posar con la mano en el pecho.
