A finales de los años 90 yo era un profesor bastante joven, atragantado de subalternidad y multiculturalismo, que daba una cátedra de historia del siglo XX en una universidad privada de una ciudad del Caribe colombiano. Eran los tiempos en que las esperanzas de futuro nos pedían la invención histórica del siglo que empezábamos a dejar atrás. Un historiador, Eric Hobsbawm, a quien aprendí a admirar durante mi pregrado, emprendió la tarea y escribió una fabulosa historia de ese siglo –Historia del siglo XX–, que yo convertí en el libro de cabecera para aquel curso. Como la sede de la universidad estaba varios kilómetros retirados de la ciudad donde vivía, cuando terminaba la jornada de clases solía hacer tiempo leyendo en la biblioteca mientras esperaba a un colega para que me diera el chance en su carro. Fue en una de esas esperas en la biblioteca que descubrí la recién salida edición en español del libro La riqueza y pobreza de las naciones, de David Landes, historiador emérito de la Universidad de Harvard.
Incorporé el libro de Landes a las clases más para ponerlo en contrapunteo con Hobsbawm que por acuerdo con sus planteamientos. A mí, que me había formado en la crítica subalterna al determinismo geográfico de Francisco José de Caldas –quien escribió que las ventajas climáticas se convertían en ventajas morales puesto que generaban un tipo de población que gracias al influjo del clima tenía los valores necesarios para vivir en civilidad y democracia, a diferencia de los habitantes de tierras calientes–, me parecía que Landes sentía un extrañamiento peligroso por la geografía. Pese a que hace esfuerzos por aclarar que en efecto “la geografía se había manchado con el pincel racista y nadie quería contaminarse”, Landes, desde la introducción de su libro, deja claro que, si bien no llega a las visiones extremas del determinismo geográfico, él se siente “más seguro con los pies sobre la tierra”. Es su metáfora para poner el énfasis de la explicación sobre el éxito o fracaso de las naciones en el factor climático y no en argumentos políticos y sociales que preferirían autores como el mismo Eric Hobsbawm.
Lo que sigue es una valoración de las ventajas del clima templado en el desarrollo económico de las naciones y no es nada fortuito que los capítulos 1, 2 y 3 de su libro se llamen “Desigualdades de la naturaleza”, “Respuestas a la geografía: Europa y China”, y “La excepción europea: un camino diferente”, respectivamente. En estos días he pensado en Landes. La verdad, pensaba bastante en él, sobre todo cuando llovía y era imposible dar clases en aquella universidad porque el arquitecto que la diseñó tuvo la habilidad de concebir los salones abiertos, con calados amplios, de modo que se pudieran aprovechar las corrientes de aire y prescindir de los aires acondicionados, pero se le olvidó que en el Caribe –sobre todo cerca al mar– no llueve en apacible verticalidad sino que los aguaceros entran casi siempre en violencia perpendicular y aquellos espacios generosos para el aire natural también lo eran para la penetración de las lluvias torrenciales. Pero en estos días he recordado a Landes por un tema menos localizado y puntual que los aguaceros babilónicos del Caribe y sus consecuencias en las construcciones de arquitectos andinos. Dados los últimos acontecimientos ambientales en los que la naturaleza ha sembrado postales apocalípticas –algunas como consecuencia del calentamiento global– en varios lugares del mundo, incluso en aquellos elogiados por el autor por el aprovechamiento de las ventajas climáticas como factor central de su desarrollo, me pregunto si Landes –que murió en 2013, un año después que Eric Hobsbawm– escribiría en estos tiempos el mismo libro. Tal vez lo único que le quedaría sería concentrarse en resaltar las ventajas en recursos de esas naciones para afrontar el impacto de unas emergencias climáticas que parecen irreversibles.