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En estos días hemos escuchado hablar y hemos leído sobre la restauración de los columbarios en el Cementerio Central de Bogotá. Todo indica que el proyecto se centrará en la renovación de la obra Auras anónimas, de la artista Beatriz González, realizada e inaugurada en el 2009 por encargo de la Alcaldía Mayor. El trabajo se concibió como un homenaje y reconocimiento a las víctimas del conflicto armado, y una forma de darles un lugar a las auras de los miles de cadáveres mal enterrados en algunos lugares de la cartografía nacional.
En parte, la obra se realizó como una manera de blindar el espacio que, dentro de la concepción patrimonial clásica, no se concebía como un lugar con la dimensión monumental de la elipse central del cementerio, y por tanto no había ningún problema en prescindir de los columbarios que, además, según los expertos, no tenían gran valor arquitectónico. Desde el siglo XIX, al poco tiempo de que se comenzaran a utilizar esos terrenos para enterramientos —ante la necesidad de acabar con la tradición de sepultar gente en las iglesias por un tema de salubridad pública—, el lado oriental del cementerio se convirtió en el espacio para inhumar a las personas de escasos recursos. En esa especie de “doble conciencia de la modernidad”, en la que el progreso ensancha también los espacios de marginalidad, el cementerio se convirtió en un lugar que reproducía en su cartografía el mundo de los vivos.
El problema es que la única estrategia para dotar este escenario de sentido ha sido la de suplantar la memoria producida en el sitio por más 140 años de historia, tal como quedó expresado en una investigación que durante tres años estuvimos realizando Margarita Sierra Pinedo, Eloisa Lamilla Guerrero y yo —con la asistencia investigativa de Yesid Humberto Hurtado—, que se tradujo en el libro La Bogotá de los muertos. Borraduras y permanencias en el antiguo Cementerio de Pobres. Auras anónimas pretende recuperar el aura de unas víctimas para ponerlas allí, pero sin el reconocimiento de las que históricamente estuvieron en ese lugar. “El vacío que se genera al eliminar la función ceremonial de los columbarios del cementerio popular puede ser llenado a partir de la inscripción del arte contemporáneo en dicho espacio”, dijo Doris Salcedo en la víspera de la elaboración del proyecto de Beatriz González. Sin duda, el arte siempre será una apuesta loable para dotar de sentido los espacios. El problema es que no son espacios vacíos: están cargados de sentido y toda obra contemporánea tiene que dialogar con la memoria que en ese sitio se construyó. Los columbarios son importantes, no solo porque allí está la obra de Beatriz González, sino porque, como lugar ubicado en los terrenos donde funcionó el cementerio de pobres de la ciudad, es un documento en el que se puede leer a través de los muertos allí enterrados la historia de los vivos.
No sabemos leer la paradoja. Mucho menos las incoherencias. Nos gusta ver todo sin fisuras y asépticamente definido en primer plano. No somos capaces de asumir la memoria como un juego de capas en la que una deja ver parte de la otra, y la otra a la que sigue, y la que sigue a la que viene, y la que viene a la próxima. Los ejercicios de memoria deberían abrir, no sellar, y eso solo se logra si somos capaces de leer los lugares como una especie de palimpsesto en el que lo nuevo no desplaza a lo anterior y una memoria no reemplaza a otra.
