Hace poco más de un mes, escuché a los periodistas Jon Lee Anderson y Mónica González en la última versión del Festival Gabo, que se realizó en Bogotá, en las instalaciones del Gimnasio Moderno. Anderson y González intervinieron en la charla titulada “Imaginar la Paz”–moderada por Sara Tufano–, después de la lectura de un desgarrador testimonio de Dydine Umunyama, una joven fotógrafa y escritora, sobreviviente del conflicto de Ruanda que tuvo que interrumpir varias veces porque estuvo llorando la mayor parte de su intervención. Los dos –aunque por diferentes vías y diferentes testimonios que parten de sus experiencias como periodistas en el cubrimiento de varios conflictos, pero también en la condición de sobreviviente de la dictadura en Chile, como en el caso de Mónica– coincidieron en que no puede haber paz si no se entierran los muertos o se sabe qué les ocurrió y se hacen los duelos necesarios. Cuando esto no sucede los muertos se convierten en fantasmas y con fantasmas no hay paz.
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Jon Lee dijo que en países como España ha sido supremamente difícil lograr la reconciliación porque lo que hubo fue un silenciamiento de los derrotados. Fue una paz de los vencedores y el país se llenó de fantasmas que ochenta años después siguen siendo un problema. “Los seres humanos nunca olvidamos”, dijo, “necesitamos saber dónde están los muertos, necesitamos orarles, para terminar con ellos, de lo contrario no podemos resolver la situación y los fantasmas seguirán vivos para siempre”. En contraste con España, puso el ejemplo de Alemania, que inició un genocidio terrible, pero que las siguientes generaciones entendieron lo que hicieron y, una cosa fundamental, se asumieron como los perpetradores y eso les ha permitido una reconciliación con sus antiguas víctimas y con el mundo. Lo anterior es clave: no es que todos hayan sido nazis y genocidas, pero sí fue fundamental que se reconociera que la sociedad alemana de entonces se acondicionó a la situación y de alguna manera fue cómplice de la muerte de mucha gente. Esa derrota moral de Alemania fue lo que permitió a las nuevas generaciones los procesos de reconciliación.
Mónica, por su parte, dijo que no se puede hablar de paz y reconciliación si no se habla de la máquina de guerra. “Mi obsesión a través del periodismo”, dijo, “ha sido desarmar la máquina de muerte”, “porque uno sabe cuándo se echa a andar la máquina de muerte; hay un ruido, hay un sonido que nosotros tenemos que percibir porque se puede parar”. Ella tiene claro que para el caso de Chile lo que generó el golpe, lo que echó a andar la máquina de muerte, fue la nacionalización del cobre y también tiene claro que hace falta verdad, “porque nadie pude alcanzar la paz si primero no luchamos por pedacitos de verdad. Por una cosa simple: necesitamos enterrar a nuestros muertos”, dijo. Contó, además, que estuvo en el interrogatorio del general Paul Aussaresses cuando admitió que el golpe letal a los argelinos en la guerra fue la desaparición de sus familiares, “porque no podían enterrar a sus muertos y estarían vagando para siempre como fantasmas”.
Hace unos días se anunció la aceptación de Salvatore Mancuso como gestor de paz y, por primera vez –vaya paradoja–, la ultraderecha en Colombia puso el grito en el cielo para condenar las acciones del exparamilitar por las que no hizo ningún ruido en el momento en que ocurrían. Si Mancuso tiene esos trozos de verdad –esos que le faltan incluso al Informe de la Comisión de la Verdad– para que muchas de las víctimas dejen de ser fantasmas –como dicen Jon y Mónica– su nombramiento me parece una importante contribución a la paz.