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Mi amor, estos hijueputas me mataron…

Javier Ortiz Cassiani
02 de febrero de 2023 - 05:02 a. m.

Hubo un tiempo en que era sumamente raro encontrar militantes de la Unión Patriótica (UP) en Colombia. Y no porque no hubiese gente con inclinaciones hacia esa dirección política, sino porque a sus miembros había que buscarlos en los cementerios de la nación o con el alma arrugada lejos de casa cuando les pusieron como únicas opciones la muerte o el exilio. Algunos optaron por la vida, lo que equivalía a morirse de otra manera en países ajenos extrañando el sonido de los rápidos del río Magdalena en Honda, los olores de la carrera séptima de Bogotá los domingos por la mañana, el sabor de las arepas de queso asadas en carbón en una calle de Valledupar a las cinco y cuarenta de la tarde, la textura picante de una mochila arhuaca tejida con lana de ovejo en la Sierra Nevada de Santa Marta o el estallido de los colores del mar Caribe en un punto exacto de la vía que comunica a Santa Marta con Riohacha.

Alguna vez, cuando en sus ardores de autor en búsqueda de la consagración trataba de que no lo metieran en el mismo saco de la literatura de la violencia en Colombia, Gabriel García Márquez dijo que la novela no estaba solo en los muertos sino, sobre todo, “en los vivos que debieron sudar hielo en su escondite”. Por mucho, por muchísimo tiempo, los familiares y sobrevivientes de la UP sudaron y se consumieron en sus escondites. Gritaron, pero su voz de denuncia, en la normalización de la muerte a los miembros de esta colectividad política, parecía más una pintura que representa un grito desgarrado pero silente. Salían a las calles, gritaban consignas, enterraban a sus muertos y cayendo la noche volvían a los barrios que a veces ni se enteraban, porque el país seguía en su ritmo indolente y, en todo caso, en la jerarquía de las muertes las de los miembros de la UP ya era parte de una terrible cotidianidad. Era fácil matar a la gente de la UP.

Y era fácil porque, como acaba de mostrar la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) con su fallo, con la responsabilidad del Estado colombiano, sistemáticamente, por más de 20 años, entre los 80 y los 90, un poco más de 6.000 integrantes de la Unión Patriótica fueron asesinados. “De los hechos que vulneraron las obligaciones internacionales” –dice la Corte IDH– “se superponen formas de responsabilidad que se desprenden tanto de la participación directa de agentes estatales y de actores no estatales”, a través de “diversos mecanismos de tolerancia, aquiescencia y colaboración para que éstos sucedieran”.

“¡Teníamos la razón!”, dijo Patricia Ariza Flórez, actual ministra de cultura y una de las sobrevivientes. Claro que tenían razón. Nadie los oyó, la nación incrédula y cómplice siguió su vida. Hoy los sobrevivientes, sus familiares, los familiares de los muertos, lo celebran con lágrimas y con rabia. Exhibir desde la vida, los recuerdos de los muertos hasta ahora negados para que a la nación le duela de una vez por todas lo que siempre debió dolerle. No es solo Mariela Barragán, la viuda de Bernardo Jaramillo Ossa, la que se debe acordar de las palabras que dijo su marido antes de morir después de haber sido baleado en el Puente Aéreo de Bogotá, el 22 de marzo de 1990, es todo el país, con infinita vergüenza: “Mi amor… No siento las piernas. Estos hijueputas me mataron. Me voy a morir. ¡Abrazame y protégeme!”

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