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Las formas de la política internacional del actual gobierno de los Estados Unidos visitan viejos tiempos. No son los de la Guerra Fría de mediados del siglo pasado post Segunda Guerra Mundial: se acude a un pasado más remoto. No es Truman, es Monroe. En 1835, cuando apenas habían transcurrido doce años de la promulgación de aquella doctrina, Andrew Jackson, presidente de entonces, comisionó a Charles Biddle para que recorriera en el continente americano las diferentes rutas que mejor se adaptaran a la comunicación interoceánica. Biddle se concentró en Panamá, en la nación colombiana, y ahí comenzó la cosa para América Latina y el Caribe.
Vendría el descubrimiento de oro en California en 1848, precisamente en uno de los espacios que habían acabado de arrebatarle a México en una guerra que le costó a este país la pérdida de más de la mitad de su territorio, y entonces no construyeron un canal en Panamá, sino un ferrocarril y celebraron que tenían lo que consideraban la hombría necesaria para domesticar la manigua, a diferencia de los delicados europeos. A finales del siglo XIX, el Caribe reafirmaría su condición de espacio imperial con la presencia de los Estados Unidos en sus aguas a partir de la participación en la Guerra Hispanoamericana de 1898, un punto estratégico para el control del hemisferio. Lo mismo hacían en el Pacífico, en una guerra sangrienta en Filipinas y el posterior control de Samoa y Hawái. Nada era al azar, todo hacía parte de una estrategia geopolítica bien montada y estructurada.
De todo esto se ha ocupado con lujo de detalles la historia, la literatura y la producción ensayística del gran Caribe. Lo que está ocurriendo ahora, mientras escribo estas líneas en las costas venezolanas, es la reactivación de las viejas formas del ejercicio del poder por parte del presidente Donald Trump. Desde el pasado mes de noviembre empezó a circular “National Security Strategy of the United State of America”, un documento de la presidencia que deja bien claro la necesidad de “garantizar que Estados Unidos siga siendo el país más fuerte, rico, poderoso y exitoso del mundo durante las próximas décadas”. Más adelante, Trump invoca a Monroe: “Negaremos a los competidores no hemisféricos la capacidad de posicionar fuerzas y otras capacidades amenazantes, o de poseer o controlar activos estratégicamente virales en nuestros hemisferio”.
Creer que esto se trata simplemente de una cruzada por el narcotráfico —o la nueva invención de narcoterrorismo— es un desconocimiento absoluto de las formas en las que ha operado históricamente los Estados Unidos en el ejercicio de prácticas de control político y la competencia por los recursos naturales. Creer que esto se trata simplemente de derrocar a Nicolás Maduro y así toda Venezuela estaría feliz en la abundancia de otro tiempo es ser demasiado miope para no darse cuenta de que todo esto hace parte de una estructura —en la que Venezuela es apenas una ficha— por el control del hemisferio, que se cruza, incluso, con la aprobación de prácticas genocidas como las de Netanyahu en Gaza.
Por todo esto, es un desacierto y no contribuye a ningún diálogo plural la invitación a María Corina Machado a participar en la versión 2026 del Hay Festival en Cartagena de Indias. La apertura de los canales democráticos necesarios en una nación no se busca aplaudiendo y beneficiándose de las acciones guerreristas e intervencionistas en Latinoamérica y el Caribe por parte de los Estados Unidos. He estado como invitado en cuatro versiones del Hay Festival en Cartagena de Indias, pero en esta ocasión no aceptaré participar en los tres eventos en los que estaba programado. Vendrán más versiones de un evento necesario, en las que —como ha sucedido en años atrás— mi participación no entrará en conflicto con mis principios éticos.
