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La masacre de las bananeras y el Bogotazo son los hechos de muertes masivas más emblemáticos de la historia nacional. Ambos, además, están marcados por un halo de misterio en cuanto a la cantidad de cadáveres, el lugar inhumación de muchos de estos, y ambos encontraron en la literatura una caja de resonancia que usó la exageración como herramienta para llamar la atención sobre la dimensión del acontecimiento.
En cuanto al tratamiento literario, lo más reconocido –por el éxito avasallante de su autor–, son las alusiones de Gabriel García Márquez a la masacre de las Bananeras en Cien años de soledad que, “antes de que tuvieran tiempo de llegar los historiadores”, recostó “un taburete a la puerta de la calle” y empezó a contar los miles de muertos que eran transportados arracimados como bananos en los vagones del tren para ser arrojados al mar. Sobre el Bogotazo, otro escritor, por supuesto sin la fama y el reconocimiento universal de García Márquez, también usó la hipérbole como recurso. En 1960, Manuel Zapata Olivella publicó la novela La Calle 10 y contó que, por la cantidad de muertos apilados en las galerías del Cementerio Central de Bogotá, “se adivinaba que aquella cantidad de asesinados no podría ser sepultada” en ese lugar porque el espacio se quedaría corto. “Sería necesario –decía el narrador– abrir tumbas más allá de sus paredes, en toda la extensión de la sabana y aun así sobrarían”.
Otro hecho también cruza la historia y la memoria de la Masacre de las Bananeras con lo ocurrido en Bogotá en 1948. En 1929, durante el aniversario de lo sucedido en la zona bananera en el departamento del Magdalena, Jorge Eliécer Gaitán quiso construir un monumento en el cementerio que sirviera de homenaje a las víctimas a través del Acuerdo número 44, titulado “Monumento a los ciudadanos sacrificados en la zona bananera”. Las intenciones de Gaitán quedaron explícitas en el primer artículo: “Destínase en el Cementerio Central de la ciudad una área de terreno de cuatro metros cuadrados para el monumento que allí se levante en memoria de los obreros sacrificados en la zona bananera del Magdalena (sic)”. Pero sus intenciones fueron frustradas por el gobernador de Cundinamarca, quien apeló diciendo que tal acuerdo entraba en pugna con el numeral 5 del artículo 171 del Régimen Político Municipal –Ley 4 de 1913–, que prohíbe a los Concejos “aplicar los bienes o rentas municipales a objetivos distintos del servicio público”. Además, decía, reñía con el numeral 6 del mismo artículo: “Decretar honores y ordenar la erección de estatuas, bustos u otros monumentos conmemorativos, a costa de los fondos públicos, salvo las cosas excepcionales y con aprobación de la asamblea”.
El caso es que los muertos de las bananeras no pudieron entrar al cementerio a través del pretendido homenaje, ni tampoco el cuerpo de Gaitán después de asesinado, y tanto los muertos de las bananeras como los del Bogotazo, se convirtieron en muertos esquivos. Pocos se han fijado, sin embargo, que mientras se buscaba dónde enterrar a los muertos de las Bananeras y los del Bogotazo, los muertos que después entrarían en la memoria política nacional, familiares de otros muertos, las víctimas de la pobreza secular, buscaban la manera de enterrar a los suyos de forma decente.
Hemos leído La Calle 10 buscando las señas de la resistencia y los ecos de la masacre historiada. Pero poco o nada nos hemos dado cuenta de que por sus páginas también transita la dignidad expresada por algunos personajes de la calle que, además de la lucha ingeniosa por el rebusque diario, tienen que estar atentos para no perder la posibilidad de enterrar a sus muertos sin sacerdotes, sin lápidas de mármol, pero completos en el cementerio de pobres. Más que a la misma muerte, los condenados de la calle 10 le temían a morir en la calle y no ser recogido a tiempo por un deudo y terminar desmembrados como experimento de las clases de los estudiantes de medicina en el anfiteatro de la Universidad Nacional. Así lo describe Manuel Zapata Olivella en su novela.
Poner la atención en esto es empezar a entender las violencias estructurales que generan los sistemas y no solo la violencia nefasta producto de los arrebatos de la pólvora.
