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No es para nada algo menor que una mujer haya sido elegida presidenta de México. Sabíamos de las soldaderas forjadas al calor de los fogonazos de las carabinas 30-30, de los corridos, los comics y de toda una iconografía visual en la que aparecían posando con miradas desafiantes, cananas de balas cruzadas en el cuerpo o encaramadas en los vagones de los trenes en plena Revolución Mexicana. Por supuesto, sabíamos también de las Frida Khalo y su capacidad de desafío desde el arte y de las Chavela Vargas –su mexicanidad es indiscutible a pesar de que nació en Costa Rica–, reclamando su derecho a apurar tequilas en las cantinas y a que le gustaran otras mujeres. Pero no nos hagamos tarugos –decían Cantinflas y la Chimoltrufia–, en la tradición patriarcal latinoamericana México tiene un lugar ganado a pulso. Y no es que no haya habido mujeres con poder en la administración política, pero hasta hace poco no era un panorama tan claro en las apuestas electorales presidenciales mexicanas.
Desde que Andrés Manuel López Obrador comenzó su sexenio, todas las miradas apuntaban a que Marcelo Ebrard era el candidato que posiblemente ganaría las próximas elecciones por la presidencia. Había perdido por la mínima ante AMLO la candidatura presidencial por el PRD, y corrió a levantarle la mano a su oponente. López Obrador no lo olvidó y le dio juego político como Canciller. Lo curioso es que no hizo lo mismo cuando perdió la encuesta del partido con Claudia Sheinbaum, la presidenta electa. No se apresuró a levantarle la mano –tal vez hizo mal las cuentas y consideró que este definitivamente era su momento–, sino que por el contrario hizo pataleta y dijo que la encuesta estaba amañada, lo que algunos consideraron desdecía mucho de su condición de político veterano, inteligente y ponderado.
El hecho es que no solamente ganó una mujer, sino que la segunda en votación también es una mujer. Y eso, y el hecho de que sea del mismo movimiento del presidente que representó la alternativa política mexicana desde hace un tiempo considerable, por lo menos debe invitarnos al análisis. Claudia Sheinbaum habla de manera inteligente. Mesurada, con un tono adecuado. “Muchas gracias por tus palabras. Seguiremos como hasta ahora, trabajando por el bienestar de nuestro pueblo y la prosperidad compartida, así como por los derechos de los pueblos indígenas y afromexicanos. Nos une una gran amistad con el pueblo colombiano. Es tiempo de mujeres transformadoras”, respondió a un mensaje público de felicitaciones que le envió la vicepresidenta Francia Márquez. Pero sabía también que en su primera alocución, conocidos los resultados electorales, necesitaba mandarle un mensajes de tranquilidad a cierto grupo de mexicanos y de todas partes del mundo, y muy especialmente a los vecinos del piso de arriba: “Será un gobierno con austeridad republicana, disciplina financiera y fiscal, y autonomía del Banco de México, mantendremos la obligada división entre el poder económico y el poder político (…) Respetaremos la libertad empresarial, y promoveremos y facilitaremos con honestidad, la inversión privada nacional y extranjera que fomente el bienestar social y el desarrollo regional garantizando siempre el respeto al medio ambiente”.
“No llego sola, llegamos todas”, dijo también quien acaba de ser elegida para el cargo que desde hace doscientos años solo era ocupado por ‘meros machos’, luego gritó tres vivas a México y levanto su puño izquierdo.