Hace algunos años, cuando Donald Trump, en plena campaña presidencial, dijo que su oponente iba a convertir a los Estados Unidos en un estado castro-chavista, sentí que entrábamos en los terrenos de lo absurdo y de la banalización política en el lugar que menos se esperaba. Resultaba inaudito que un candidato a la presidencia de la nación más poderosa del planeta, la que se ha dado el lujo de moverse por el mundo como un faro moral de la democracia, comparara, así fuera para generar un temor infundado, a su país con una república suramericana, la que seguramente ni siquiera los electores que pretendía convencer sabían ubicar en el mapa. Habría que decir a favor de Trump que buena parte del mundo político en campaña electoral deliraba con el fantasma castro-chavista.
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Pero lo que sucedió hace poco creo que superó lo anterior, y puso la contienda política en un lugar todavía más deprimente. El debate Biden-Trump parecía la discusión del patio de un geriátrico, en la que dos ancianos pendencieros argumentan de todas las formas posibles sobre quién está más vivo que el otro o, más bien, quién todavía puede limpiarse el trasero sin ayuda. Por supuesto, en cuestiones de senectud, Joe Biden llevaba las de perder y, después de la oreja sangrante y el exagerado parche blanco que lució Trump al día siguiente del atentado que sería imitado por cientos de acólitos, no cabe la menor duda de que si Biden no dimite, Trump lo arrasaría en las urnas. Ni siquiera el espíritu camorrista que ha demostrado con su apoyo a Israel y a Ucrania le hubiera alcanzado.
Ahora aparece Kamala, es decir, aparece la decencia negra de la casa Barack-Michelle. La llamada de los Obama, la que por supuesto ocurrió en el momento en que Harris se movía por un lugar público para que los medios pudieran registrar la conversación, es una muestra contundente de ello. Luego, como orador de la convención demócrata, Obama hizo un guiño, prestándole su famoso eslogan en aquella carismática y exitosa campaña de su primera candidatura presidencial. Kamala Harris puede, no hay duda. Trump hizo todos los méritos con su burda actuación cada vez que pudo para ganarse el desprecio de los decentes de la política mundial. Para colmo, hizo lo que nunca ningún candidato había hecho: puso en duda el sistema electoral de su país y apoyó a una serie de energúmenos para que se tomaran a la fuerza, como cualquier horda de habitantes de una Banana Republic, el recinto sagrado de la democracia de los Estados Unidos.
Ahora la prensa mundial se refiere a Kamala Harris como la alternativa y la esperanza, ante el desastre y lo desvirtuado que está el ejercicio de la política en los Estados Unidos. Y por segunda vez una persona negra con reales posibilidades de ganar encarna las esperanzas de muchos ciudadanos norteamericanos. Lo más probable es que gane. Trump acudió a lo que sabe hacer, se mantiene en lo suyo, nunca ha posado de otra cosa. De lo que quizá poco se habla es de que Kamala Harris ya estaba en el poder, es alternativa ante el despiste senil de Biden, pero solo eso. Como vicepresidenta de Joe Biden pasó de soslayo muchos temas espinosos, el tema del apoyo a Ucrania y los ataques de Israel a Palestina, por ejemplo. Incluso, en la Convención Demócrata aparecieron carteles de miembros de ese partido en apoyo a Palestina que, por supuesto, no fueron filmados. Es posible que para muchos la cosa sea así, querer que gane Kamala solo porque definitivamente Trump es un impresentable.