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Hace poco el Fondo de Cultura Económica editó la novela El patio de los vientos perdidos y el libro de cuentos Lo Amador, ambos de Roberto Burgos. En el prólogo del primero, Pablo Burgos, su hijo, con el recuerdo de la lectura inicial de la obra, dice que su padre escribe en una tremenda parranda y que quien no sepa disfrutarlo es porque no sabe bailar. Esto es cierto. Pero también tengo que decir que no conocí a un ser humano tan parsimonioso a la hora de hablar como Roberto. Con sus ademanes reposados, se parecía a los bailarines veteranos del Caribe que bailan sin afanes porque no necesitan perseguir nada ni a nadie. Todo está ahí cuando es convocado y el sabor nunca sale de ellos para ningún lado. Nació con ellos. Simplemente lo afincan en la mente y la cadera de modo que no necesitan demostrar el goce a través de un exhibicionismo que raya en los excesos rítmicos de un abanico ruidoso y mal engrasado.
La parranda la encuentra el lector en lo que Roberto escribía. Esas maneras de innovar con el lenguaje escrito para convertirlo en oralidad —como está consignado en El patio de los vientos perdidos y en Lo Amador— terminan siendo la mejor forma de darle voz a los personajes de la Cartagena popular que se consumían en las faenas de pesca, en las luces sepia de los burdeles arrimados a la carrilera del tren y lamidos por la ciénaga de la Virgen, y en la cotidianidad cerril y callejera de los boxeadores, beisbolistas y emboladores aguajeros.
Hace poco, en una conversación sobre la obra de Roberto Burgos Cantor en la Feria Internacional del Libro de Bogotá —Filbo—, la escritora Alejandra Jaramillo Morales, quien estuvo con él en talleres de escritura y clases de literatura, dijo que Roberto se ponía alerta cuando los estudiantes abusaban de la solemnidad en el lenguaje. Esto es bien interesante porque, pese a eso, pocos escritores colombianos han tenido la maestría para poner en su obra las dotes más sofisticadas de la retórica popular como Roberto. Sin duda era un excelente poeta y está clarísima esa virtud en la narración omnisciente de su literatura, pero donde más se nota eso es en la capacidad para aprehender en sus trabajos, como un conocedor infinito, la poética del habla popular del Caribe a través de sus personajes. Es como si el escritor decidiera sacrificarse para dejar que sus personajes se luzcan.
“El lector siempre sabe más que el escritor”, alguna vez le escuché decir. Y ante los análisis agudos de una estudiante que hacía su tesis de literatura sobre su obra, en los que él nunca se había fijado, respondió con su inteligente y graciosa parsimonia, “lo que pasa es que tú me lees, yo apenas me escribo”. Los que lo hemos leído con interés, buscando, incluso, las claves históricas de la Cartagena del siglo XX, sabemos lo bien que se escribía. Sabemos también que su obra representa, sin proponérselo, nada más que por la gracia de su fidelidad a la sensibilidad y al talento, el mejor homenaje a la cultura popular del Caribe colombiano.
Alguien dijo que el patio en la obra de Roberto Burgos Cantor era el lugar donde se revivía la pérdida, donde “la memoria traía nuevamente lo perdido”. De acuerdo. Pero sus personajes, pese a todo, no son personajes derrotados. Roberto les concedía, pese a las dificultades, poder con el lenguaje; un poder administrado en la domesticidad de un patio que recoge los vientos perdidos.
