Mi padre vivía con la hipérbole en la boca. Y en el deporte, cuya épica se amplifica en la garganta de los aficionados, encontraba el mejor escenario para su condición de exagerador innato. Ahora que lo pienso, mi madre definía la situación a la perfección:
–Carlos, tú exageras por deporte –le reprochaba–.
Decía que la selección de fútbol de Brasil, campeona del Mundial México 70 –la banda de Pelé, Rivelino, Tostao, Gerson y Jair–, era tan buena que su director técnico, Mário Lobo Zagallo, se daba el lujo de hacer siestas durante los partidos, y que Willington Ortiz era el mejor jugador del mundo, porque una noche fría en Buenos Aires dejó regados en el estadio Monumental a tres jugadores argentinos, que solo tres años atrás habían sido campeones del mundo, para marcarle un gol a River Plate y eliminarlo de la Copa Libertadores de América. “Se rajó a tres mundialistas”, lo escuchaba repetir una y otra vez.
Pero de sus exageraciones las que más me gustaban eran las que se ubicaban mucho más atrás en el tiempo. Quizá porque de esos sucesos yo no tenía ninguna referencia cercana de modo que él podía –con la impunidad cronológica a su favor– desplegar toda su inventiva. Mi padre había vivido la acción y la gloria de los peloteros de la selección Colombia de béisbol, campeones mundiales en el estadio 11 de Noviembre de Cartagena de Indias a finales de 1947, para repetir hasta la saciedad que a Pedro “Chita” Miranda, el campo corto del equipo, las autoridades beisboleras del momento le prohibieron ponerse la gorra al revés –con la visera hacia atrás– cuando se paraba a batear en el plato, porque cada vez que lo hacía conectaba un jonrón. No tengo dudas de que me gustan los deportes y toda la estética que de ellos se desparrama por ese tipo de historias.
A aquellos peloteros, que le dieron el primer título deportivo a la nación en un juego de conjunto, les hicieron canciones, fueron portada de una de las revistas más reconocidas del país y bautizaron estadios con sus nombres, pero ninguno de los de esa talentosa generación llegó a jugar en las grandes ligas del béisbol. A la hora de las restas, sin embargo, hay algo que nadie les puede quitar, la felicidad de alcanzar la condición de ídolos populares amados hasta el delirio por toda una ciudad. Los veteranos de las señas y el aguaje se han ido muriendo, sin fortunas, pero con el reconocimiento por haber sido los héroes de aquellos tiempos en los que los chicos de las barriadas de Cartagena de Indias soñaban con ser guaracheros, boxeadores o jugadores de pelota.
El único que queda vivo de la tribu cumplió 96 años el pasado 29 de enero. Se llama Ernesto “Jiqui” Redondo Guerrero. Llegó como lanzador al seleccionado y terminó jugando de receptor. “Fue lo mejor que me pasó –le escuché decir alguna vez en una entrevista– porque yo era apenas el cuarto pítcher, en cambio como cátcher tenía mas liderazgo, ‘guapea, me decía el mánager Pelayo Chacón, que tú eres el que manda aquí’”. La última vez que supe de él fue en abril de este año cuando salió en un video que el Ministerio de Salud puso en su cuenta oficial de Twitter. Ese día celebró en la terraza de su casa en el barrio Blas de Lezo de Cartagena –con su acostumbrado sentido del humor– que se preparaba para recibir la segunda dosis de la vacuna contra el COVID-19: “¡Tengo la primera vacuna, voy para la segunda, me salvé!”, gritaba desde una mecedora.
Mi padre vivía con la hipérbole en la boca, pero había que hacer méritos para merecer sus exageraciones.