Quien pasa el mes de enero, pasa el año entero.
- Refrán español
Durante las primeras semanas del año es muy probable que uno ande tenso, irritable, agotado, desubicado, estragado y/o deprimido.
En caso de experimentar uno o varios de estos síntomas, no entre en pánico, respire profundo, llénese de paciencia y confíe en su capacidad de retomar la inestable normalidad: usted simplemente acusa los efectos del trastorno vacacional posnavideño.
El lío surge cuando las vacaciones se convierten en mucho más que un sinónimo de la merecida palabra descanso. Las despedidas, los preparativos y contratiempos de viaje, las demandas monetarias y afectivas, las visitas y compromisos, las compras, las carreras de última hora, el trasnocho acumulado, los excesos emotivos, gastronómicos y etílicos hacen que entremos en un frenesí más rudo que el de la dura dinámica laboral.
Dado que el ser humano requiere temporadas de reposo y necesita ajustar el ritmo cósmico a ciclos de cierres y reinicios, suprimir las extenuantes vacaciones de fin de año no es una alternativa. Habría que considerar entonces, como una iniciativa a discutir en la próxima reforma laboral, la propuesta de agregarle unas vacaciones a las vacaciones.
De este modo, los 31 días de enero nos darían una tregua para encarar el resto del calendario con renovado aliento. Como afirmé hace tiempo en un verso*, el año comenzaría en febrero, y así podríamos retornar al ascensor de la fortuna menos revolcados por el furor decembrino.
Los artículos de salud ocupacional recomiendan —sobre todo a quienes trabajan en entornos nocivos, detestan sus ocupaciones, odian el trancón, se sienten explotados y no consiguen asumir su quehacer como algo creativo, significativo y digno— algunas medidas para combatir el síndrome posnavideño, tales como no volver de las vacaciones justo el día anterior a la vuelta al trabajo, reanudar los horarios de forma gradual y, en general, asumir con resignado estoicismo el regreso a la pavorosa realidad.
En el ámbito emocional, el guayabo terciario posnavideño es un asunto delicado, del mayor cuidado. Solemos llegar al fin de año cargados de sentimiento, hipersensibles, y nos trepamos a una montaña rusa de alegría y euforia, ausencia, dolor, luto, confesiones y confusiones, revelaciones y revaluaciones, encuentros y desencuentros.
Bajar de esa experiencia extrema entraña un arduo desafío. Ante eso, como un conjuro, suelo repetirme que, si bien en estos días puedo llegar a sentirme tenso, irritable, agotado, desubicado, estragado y/o deprimido, también debo estar, sobre todo, antes que nada, profundamente agradecido y fortalecido por compartir con los allegados y seres queridos.
No es de alarmarse si algunas ampollas reventaron al calor decembrino. Lo importante es dejar que drenen, así no hayan explotado de la manera más cordial. Aceptar que los altercados suceden ayuda a no dejarse abatir por ellos. Las disputas familiares pueden ser una fuente de ofensas y discordia, pero también de posterior diálogo y entendimiento. Tramitar amorosa y comedidamente los conflictos permite darle vuelta al clima de confrontación y llegar al fondo de lo que una situación cualquiera detona.
Solo así podremos invocar con coherencia el estribillo “año nuevo, vida nueva”. Y, quizá, ojalá, así mismo, más alegres los días serán, con salud y con prosperidad.
CODA
En adelante, salvo que algo extraordinario lo amerite, “En el camino” tendrá una periodicidad quincenal.
* “[El ascensor de la fortuna]”, página 18: https://es.scribd.com/doc/270851588/Antologia-UN-John-Galan-Casanova#