El pasado seis de enero, inconforme porque Jaime Bayly había destinado su columna de ese día al recorte del 20 % que le hicieron a su salario, el forista Gines protestó: “No entiendo cómo un diario serio como El Espectador cuenta con este ‘periodista’ bobo y narciso, que no tiene tema sino para hablar de él”. El forista Helbert agregó: “Además de escribir bien, esto es, que sepa redactar, se debería tener ideas para contar con un espacio como columnista de opinión. No basta con dominar la técnica gramatical, se requiere algo más”.
Al abordar un texto, quien lo lee espera de quien lo escribe que cumpla con la convención genérica prometida. Si se supone que es un poema, debe ser un poema; si se trata de una novela, debe poder leerse como una novela; si se trata de una columna, debe ceñirse a lo que se espera de una columna. En este caso, la resistencia que generan las columnas de Bayly no tiene que ver con su expresión subjetiva; de hecho, de una columna justamente se espera que aporte un punto de vista original. El problema no está en la subjetividad, sino en el énfasis autobiográfico. Como lectores de prensa, Gines y Herbert no toleran que, en vez de enfocarse en la actualidad nacional o internacional, Bayly se dedique a hablarnos del odio que incubó por su padre, de la muerte de su gata o de que le salió una bola en la barriga que por fortuna resultó no ser un tumor sino una diástasis abdominal.
Independientemente de sus posturas políticas, que ventila en la televisión pero no en sus textos, valoro las columnas de Bayly como muestras de una modalidad específica del periodismo de opinión: el columnismo literario. Léase bien: no digo comunismo literario, digo columnismo literario. El comunismo literario es imposible, pues por lo general no hay nada más privado e individualista que la escritura. Lo que ocurre es que, paradójica y dialécticamente, la escritura particular se universaliza al ser publicada y leída. En palabras de Héctor Rojas Herazo, quien escribe es alguien que pone su soledad al servicio de las demás personas.
Como rama del periodismo literario, el columnismo literario rompe con la objetividad temática de una columna tradicional, plantea historias personales y emplea recursos como la minucia descriptiva, la polifonía, la parodia, la intertextualidad y la creación de imágenes, escenas, diálogos, introspecciones, digresiones o retrospecciones. Para un genio del periodismo literario norteamericano como Truman Capote, el reto consistía en aunar con éxito en una única forma ―reportaje, relato, novela, columna― todos los conocimientos acerca de otras formas de escribir: “Un escritor debería tener a su disposición todos los colores y todas sus habilidades en la misma paleta, y ser capaz de mezclarlos (y en los casos convenientes, aplicarlos simultáneamente)”.
Al columnismo literario no le faltan detractores. En España, donde a partir del regreso de la democracia en 1975 se dio un auge del periodismo de opinión, hay quienes consideran, como Rebeca Argudo, colaboradora del periódico digital The Objective, que hoy en día, entre más columnistas proliferan, menos columnas de opinión hay: “Confunden escribir con estilo, escribir bien, con escribir de cosas que solo les interesan a ellos, a sus amigos y a sus familiares de primer y segundo grado, con mucha subordinada, bien de anáforas, tres adjetivos por sustantivo y alguna esdrújula. Y a eso le llaman columnismo literario como lo podrían llamar mesa camilla con brasero”.
Personalmente, no veo porqué en las páginas editoriales de un periódico no pueda coexistir el columnismo literario junto a columnas de corte más crítico o coyuntural. Es más, muchas columnas autorreferenciales revelan una problemática determinada con la profundidad de un texto explícitamente objetivo. En “Moriré pobre”, al contar cómo intentó reducirle el salario a su jardinero en Miami, Bayly expuso el drama de la migración con la hondura que podrían hacerlo un reportaje o una perspectiva más analítica: “Le pregunté si estaba ahorrando. Me dijo que no. Le pregunté por qué, si le pago muy bien. Me dijo que debe mucho dinero. Le pregunté cuánto dinero debe. Me dijo que 20 mil dólares. Le pregunté a quién le debe tanto dinero. Me dijo que a las personas que lo trajeron escondido en camiones desde su país. Luego me dijo que la travesía fue una odisea, que los viajes en camiones duraban 20 o 30 horas, que debía ir escondido debajo de unas alfombras y no podía respirar y se asfixiaba. Me dijo que los sujetos que lo trajeron escondido le cobran ahora 20 mil dólares, además de unos intereses de usura. Me dijo que todos los meses tiene que pagarles. Si deja de hacerlo, tomarían represalias contra él y su familia”.
Por su grado de riesgo, exploración y elaboración, el columnismo literario procura trascender el periodismo desechable que, según canta Héctor Lavoe, deriva pronto en materia olvidada que nadie más procura ya leer. A vuelo de pájaro y a manera de abrebocas, con una serie de textos como “Dónde está el amor”, de Sorayda Peguero; “El detalle en literatura”, de Julio César Londoño; “Lavar es un placer”, de Pascual Gaviria; “La balada del gallo triste”, de Irene Vallejo; “La comida nunca pesa”, de Javier Ortiz Cassiani; “La retórica de un palabrero legendario”, de Weildler Guerra; “Los platos rotos”, de Jaime Bayly; o “Un genio ante el Chat GPT”, del suscrito escribidor, se podría proyectar una antología del columnismo literario en El Espectador.
Si a esta casa editorial le suena la idea, me pido llevar a cabo la selección.
CODA
La antología de columnismo imperecedero debe incluir “Saber morir” y “Se acabó la fiesta”, de la socióloga Tatiana Andia (1979-2025), quien se hizo columnista del itinerario de su muerte.