En el camino

De exquisita lengua y luenga barba

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John Galán Casanova
27 de mayo de 2023 - 02:00 a. m.
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Bajo el influjo terso de su voz, viéndolo reír con la barba perlada por el rocío de un mojito, envuelto en la túnica florida de un monje sibarita, mal podía uno imaginar que Karim Ganem Maloof partiría de la Tierra en la flor de sus treinta y dos años.

Karim Ganem Maloof
Karim Ganem Maloof
Foto: John Galán Casanova

En Calor residual, el volumen de crónicas y ensayos culinarios que publicó en enero, nos dejó una provisión abundante de su vida láctea, su gusto al vuelo y su exquisita lengua. Lo de la exquisita lengua lo destaca Piedad Bonnett en dos sentidos, al señalar en el prólogo que la lengua es la principal protagonista de este libro: “la lengua con sus papilas gustativas, dispuesta a probar cualquier cosa”, pero también la lengua escrita por Karim, “que paladeamos como un manjar exquisito”. (Por cierto, el autor confesó en una entrevista que su plato favorito era justamente la lengua, “una pieza que ha sido maltratada en muchas cocinas, pero que bien hecha, tratada con cariño, es un manjar”).

El festín gastronómico y literario de Calor residual empieza en San Andrés, la isla donde Karim vivió la mitad de su vida, junto al árbol del pan del patio de su casa, que tiene su misma edad y cuatro metros más de altura: “Sus hojas parecen llamas verdes dibujadas por un niño. De sus ramas penden siempre muchos frutos. Dicen las autoridades ecológicas del archipiélago que donde haya un frutapán, surgen al menos tres más. Nunca están solos, son gregarios como viejos chismosos”.

De San Andrés proviene también el basket pepper, una variedad de ají capaz de suscitar denominaciones a lo largo de todo el Caribe: “zarza ardiente”, “apple pepper” –por su forma y brillante olor agridulce–, “chiles campana” –porque “pican al entrar y repican al salir”–, “scotch bonnet” –porque en Jamaica semeja una boina escocesa–, “bola de fuego” le dicen en Guyana, “y sé que en un rincón de Centroamérica le dicen bajoynosubo, quizás con dramatismo dantesco, porque a diferencia de los infiernos, que demoran eternidades, el efecto de la capsaicina dura unos quince minutos”.

En “Con la punta de una llave”, la herencia familiar representada por los guisos de su abuela y de su madre lleva a Karim a formular una ingeniosa clasificación culinaria: “La haute cuisine doméstica podría ser dividida en dos escuelas principales: cubistas y no cubistas”. La escuela cubista, a la que pertenece su abuela, usa caldo en cubos para sus preparaciones; la escuela no cubista considera, como Karim y su madre, que “aun con su figura tridimensional, esos cubos hacen que cualquier plato se vuelva plano”.

El humor sigue en alza en “El cordero crudo de El Vegano arrepentido”, gracias al cual Karim obtuvo un premio de periodismo Simón Bolívar y consolidó su estilo de escribir sobre gastronomía con ingenio, agudeza y profundidad: “Con la carne cruda me siento como quien suele distinguir entre una multitud el mismo tipo de belleza. La persigo en todas sus variaciones. […] Lo crudo puede ser más elaborado que lo cocido, una vuelta de tuerca de la sofisticación”.

“Conozco a mis roommates por sus huevos”, donde el autor termina calculando su edad por el número de huevos que se ha comido, es hilarante desde el título y el párrafo de inicio: “Édouard los comía casi crudos, œufs à la coque. Mojaba un pedacito de baguete en la yema o la sorbía con una cucharita de té. Lina los comía quemados; Dios la bendiga, no cocina muy bien. Félix se comía los míos, ese tacaño hijueputa; para rematar el descaro, los freía en casi una piscina de aceite –mi aceite–, así que parecían huevos sumergidos más que estrellados”.

“La vida láctea” y “La receta de Víctor Simarra” son los textos más extensos y entrañables del libro. Dedicado a su bisabuela Suad Blel, el primero es una inmersión en su herencia árabe y un itinerario global sobre distintas variedades del yogur, que en el caso de la familia del autor se caracteriza por la laboriosa preparación del labneh, auténtica leche cuajada libanesa: “En esa casa llena de mujeres, mi bisabuela fermentaba leche con la misma leche y producía círculos de vida que se expandían y ampliaban en torno a ella”.

“La receta de Víctor Simarra” es el relato de una expedición botánica que llevó al cronista a visitar restaurantes, cocinas, patios y rastrojos de Cartagena y San Basilio de Palenque, el primer pueblo libre de América, en busca del bleo, una humilde matica que fue “la piedra angular sobre la cual se construyó una dieta y se hizo posible la vida del pueblo liberto”, “la hierba que paró a Pambelé”, “la maleza guisada que ayudó a los cimarrones a sobrevivir la escasez calórica en sus estacadas”.

En “Uncle Kentaki”, al modo de Anthony Bourdain en Libia, Karim viajó muy lejos de Colombia, hacia su ancestral Medio Oriente, y atravesó Egipto para documentar los túneles por donde se ingresan clandestinamente pollos de KFC a la Franja de Gaza: “Las familias de Gaza pueden pagar unos precios ridículos por un balde de pollo. Lo suyo es un acto rebelde en su banalidad. Poco importa el sabor o la textura de la comida; la dificultad para procurarse un lujo es proporcional al placer que produce”. De la comida chatarra subterránea ascendemos a “Comida de altura”, donde Karim se ensaña con la comida de avión: “En un vuelo por Centroamérica hace unos años fabriqué un Pac-Man con la argamasa amarilla que había en mi bandeja. La de los aviones era la única comida con la que me permitía jugar, pues tenía la convicción de que era mejor que nadie la comiera”.

Un amante del ají no hubiera podido dejar de ir a México en su odisea culinaria. Entre los callejones y mercados del DF, el comensal solitario se transforma en un glotón gregario que traza una bitácora de comedores y se entrega a una orgía de tacos, tortillas y quesadillas que culmina en éxtasis por el hallazgo de un tamal de epazote en Oaxaca: “Hundo mis dedos en esa masa suave, pero lo suficientemente firme como para no deshacerse mientras la llevo a mi boca. El aroma de la yerba es como una palabra de un idioma extranjero que explica una idea nueva pero sospechada. Y cuando entra en mi boca, muerdo una porción de maíz que contiene todos los maizales”.

En el texto de despedida que publicó en El Malpensante, revista de la cual Karim fue editor entre 2017 y 2021, Paul Brito cuenta que “para hablarle de corazón a cada uno de sus amigos y conocidos, y para retomar la pintura con acuarela que cultivó en otra época”, Karim le hizo una dedicatoria especial a cada uno de los trescientos ejemplares de la preventa de Calor residual. A Paul le pintó una tortuga con el caparazón dorado, preguntándole si iba a leer el libro a paso de tortuga. A Alexandra, mi pareja, le pintó un banano seguido de la frase: “Potasio para desentumecer la imaginación”.

Redactando esta columna me zampé todo un racimo. No me afana haberme quedado sin potasio: a falta de bananos tengo a mano el Calor residual de Karim para avivar la inspiración.

John Galán Casanova

Por John Galán Casanova

Poeta y ensayista bogotano. Premio nacional de poesía joven Colcultura, 1993. Premio internacional de poesía "Villa de Cox", 2009.
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daniel(84992)29 de mayo de 2023 - 11:58 p. m.
Gracias! Un Homenaje para leer con aperitivo espumoso!
Carlos(62305)27 de mayo de 2023 - 03:23 p. m.
Gracias. Bonito homenaje.
Atenas(06773)27 de mayo de 2023 - 01:10 p. m.
RIP.
  • John(88407)27 de mayo de 2023 - 02:52 p. m.
    Agradezco la atención.
Gines(86371)27 de mayo de 2023 - 12:24 p. m.
¡Excelente columna John! Acicatea no solo la curiosidad de leer el libro sino el apetito. Hace poco en la librería Nacional de Cali compré un libro análogo al que reseñas, el cual ha hecho mis delicias actuales, tal como su columna: “La alegría del exceso” de Samuel Pepys.
  • Gines(86371)27 de mayo de 2023 - 03:45 p. m.
    Fue un placer amigo John.
  • John(88407)27 de mayo de 2023 - 02:52 p. m.
    Gracias por leer y responder, Gines. Me alegra que haya saboreado el texto.
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