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Pese a que durante 236 páginas se encarga de no mencionar nunca a Bogotá, el bogotano Gato Martínez se las arregló para escribir una novela bogotanísima. Con ágil y mordaz minucia, no le hace falta nombrarla para permitirnos reconocer la ciudad:
“En esta ciudad velada por la lluvia todos los días parecen lunes. Esta gente es por mucho la más antipática del planeta. Estas calles no dejan de mostrar pequeñas postales del infierno y el tránsito, el maldito tránsito, es un suplicio. Hay señales de tormenta por todas partes y es casi imposible detectar una brizna de piedad en la masa de carne y tela impermeable que atiborra las aceras. Cada rostro, una trinchera, cada palabra, una declaración de guerra, cada mirada, una provocación. La antipatía enrarece el aire y lo torna combustible, una chispa, una simple chispa bastaría para encender el infierno ahora”.
Ni la mirada ni el tono resultan complacientes porque el eximio narrador y anónimo protagonista ―pues de su nombre tampoco nos enteramos― es un joven X de la humilde y feroz Bogotá de los extramuros, “esa ciudad secreta que existe a espaldas de la ciudad fachada, que no consta en mapas o guías para viajeros”, “ciudad invisible con calles y avenidas sin nombre que existen sin existir del otro lado de la vida”, “capital secreta del infierno que existe más allá del borde fronterizo”, en donde “estamos los invisibles, los nadie, los nada, la gente de segunda, malquerida de Dios y el gobierno, la gente desechable, la gente cifra que cualquier día desaparece en el aire sin que nadie lo note, sin que a nadie le importe”.
Bogotana y periférica, El amor es bailar es también una novela de juventud. Tanto de la juventud del protagonista como de la jauría que junto a él porfía por subsistir en una barriada popular durante la última década del siglo XX: “una generación floja, superflua, dependiente, apolítica y desnaturalizada que tiró el mundo por un barranco y se dedicó a verlo rodar cuesta abajo. (…) La sal del mundo, sí, la sal del mundo, la suma de nuestras contadas pero irreductibles alegrías, hijos de guerreros mancillados venidos a menos, el saldo de todos los sures y las periferias del mundo, de todas las razas y los colores, los hijos desterrados de todos los paraísos”.
“Quien escribe en tono familiar es como quien habla desabrochado. Expone completamente sus debilidades y, por lo tanto, desarma a los demás”. Esta máxima del ensayista Lin Yutang aplica para el narrador de El amor es bailar, un sensible ayudante de construcción que te desarma con su agudo sentido de la ironía, a quien, luego de toda una vida de “trabas, penurias, carencias, restricciones, bretes, escollos, apuros, privaciones, tropiezos, necesidades, atolladeros, negaciones, poquedades, ausencias y faltas de todo”, cuando le preguntan cómo va su vida solo acierta a decir “que la vida vive amargándome la vida, que me atropella a diario, que me pasa por encima de ida y luego en reversa”, y por ello no cesa de renegar y de preguntarse “por qué, siempre, todo cuadra matemáticamente para que absolutamente todos encajen, para que todos siempre estén en su salsa, pasándola bien, pasando la vida suave, todos, todos, menos yo”.
Una escena conmovedora revela la condición de este muchacho triplemente discriminado por su condición de joven, pobre y obrero. Una tarde, al volver de la obra, no puede creer que en el bus haya un puesto libre para él: “Dudo un momento, pero avanzo, la seño a mi lado sonríe con una extraña dulzura y me avergüenzo de mí mismo y de mi alma desconfiada de muchacho marginal, me acomodo y nadie, pero nadie, me hace levantar, nadie me pide la silla, nadie me dice: Joven, cédale el asiento a la señora, o a la señorita, o al niño, o al anciano o al perro, nadie grita joven, haciendo énfasis en la palabra joven, como si fuera un lastre”.
La complejidad del protagonista hace que su voz estructure la novela como una milhoja, por capas que responden a distintas fases de su discurso narrativo. Por una parte está el presente, la historia de su accidentado amor por Yarley, “la flor de loto que flota imperturbable sobre el lago, pero de ninguna manera pertenece al lago, mi lapislázuli, mi talismán, mi jade, mi tótem sagrado, mi ave del paraíso”. También está la riqueza de su mirada prospectiva y retrospectiva, gracias a la cual en cualquier momento muestra el pasado o el futuro de los personajes. Otra capa es la de su voz interior, con la cual dialoga y polemiza: “Mi voz interior me recuerda que hay que dejarle claro que por mi parte esta ruleta rusa de besos y tiros hoy mismo se acaba”. Otra capa es la de la facultad de la imaginación que le ayuda a capotear la rastrera realidad: “¿No sería todo un detalle de la vida que, por una suerte de paradoja espaciotemporal, por una cosa extraterrena, las personas que somos ahora pudiéramos viajar al pasado? Y que pudiéramos decirles a los nosotros de antes, a los inexpertos, a los inocentes que fuimos, esas cosas que todos, sí o sí, necesitábamos saber”. Coronan el pastel ricas parrafadas etnológicas, a través de las cuales reconstruye y documenta objetos, hogares, hábitos y épocas: “esta casa más corriente que común, hecha de tapas de olla vieja sobre el fogón para hacer crecer el arroz, de piedras de río para partir la panela y afilar los cuchillos, de carbones en la nevera, de bolas de jabón hechas con sobras de antiguos jabones, de cortinas en lugar de puertas, de machetes y matas de sábila colgadas tras las pocas puertas reales, (…) de animales de peluche colgados en bolsas transparentes para que no se ensucien existiendo, de helados de palito hechos con jugo de guayaba, de ropa interior secándose en la ducha, de matas de ruda seca para conjurar los malos días, las malas rachas, de diplomas enmarcados y colgados en una sala que también es comedor, que a veces es patio de ropas, estudio y corazón de nuestro hogar”.
La crema que entremezcla las anteriores capas es la música, con su correspondiente expresión corporal a través del “sacrosanto ritual del dancing”. En ese sentido, el título de la novela es enfático, al igual que las frases iniciales: “Se trata de supervivencia pura, muchachos, se sabe que en esta esquina del cosmos la consigna es bailar o morir, que aquí quien no baila no es nada, no consta, no brilla, no existe”. Ahora, ¿a qué clase de música se refiere, qué músicas integran el casete de esta banda sonora generacional? El narrador advierte que no esperemos grandes obras maestras: “Esto va de puras musiquitas pinches, chandas. Un poco de salsa callejera, algo de house music, algún one hit wonder de esas bandas de balneario popular vergonzantes y ya en desuso, alguna salsa rosa, alguna balada cursi y más que nada, de mucho, mucho merengue blandito, lento, ya saben de lo que hablo: el propio sonido de los noventa”.
En brazos de Yarley, el narrador proclama que el amor es una danza, una cura, una salvación, un tejido, la más fuerte de las drogas, y que se trata de eso, “de bailar, no de correr, no de llegar, no de comerse a otros, no de enhebrar gente a la topa tolondra”. Luego, despojado de ella, tiene que atravesar el cataclismo de la separación: “¿Pueden oír eso, muchachos?, es el estruendo de un corazón que se rompe bajo el peso de la vida”. Entonces, como antídoto, habrá de recurrir al bálsamo de “ese subgénero de un género ya bastante secundario y caduco”, el merengue sentimental: “Una fotografía fue lo que me quedó, de aquel bello romance que aún no olvido yo. Visito los lugares donde íbamos tú y yo, pero nadie te ha visto, tu rostro se perdió”, “Procura serle fiel en todo, no te acuerdes ya de nuestro ayer. Yo me resigno a perderlo todo. Aunque de dolor me arranque la piel”.
Qué bien que el Gato Martínez enriquezca la narrativa colombiana con esta primera novela vital, auténtica y desoladora. Qué bien que El amor es bailar haya obtenido el Premio Nacional de Novela “Ciudad de Bogotá” en 2023. Y qué bien que el Fondo de Cultura Económica la haya publicado el año pasado en su colección Tierra Firme. Solo falta que, tal como yo logré hacerlo en las vacaciones, muchxs lectorxs acudan a las entrelíneas de este libro urdido con sabor, sapiencia, ira y ternura.

Por John Galán Casanova
