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Si aquí teníamos tan poca idea de un importante premio iberoamericano de narrativa otorgado desde 2012 por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile, es porque en Colombia nadie lo había obtenido.
El premio Manuel Rojas se otorga al conjunto de una obra literaria excepcional. Su primer laureado fue nada más y nada menos que el brasilero Rubem Fonseca. Ricardo Piglia lo recibió al año siguiente. César Aira en 2016. Juan Villoro en 2018. Mempo Giardinelli en 2021. El chileno Alejandro Zambra en 2023, y este año a tan alta cofradía se suma nada más y nada menos que el colombiano Tomás González (Medellín, 1950).
Ácido retratista del “empujoso carácter antioqueño”, del “ambiente de ferocidad y violencia que desde hace muchos años subyace, telón de fondo, abismo tenebroso, en todas las actividades de los hombres antioqueños”, sobre Tomás se puede decir lo que él escribió acerca de León, su álter ego en Para antes del olvido: “lo que el abogado sentía por su pasado, por el pasado de su gente, de los que pusieron las vigas, pisaron las tapias y sembraron las ceibas era […] amor profundo”.
Un amor profundo que no implica para nada ser complaciente, como bien lo ilustra uno de sus personajes, el innominado protagonista de Los caballitos del diablo: “Y todo lo han ensuciado, todo lo han envilecido. Se cagaron en los ríos. Esto por aquí estaba lleno de animales, había osos, había águilas, y ahora qué hay, ni ardillas. Ratas y gallinazos. Mataron a los animales y ahora se masacran entre ellos”.
En 1983, poco antes de que sus amigos de El Goce Pagano publicaran su primer libro en Bogotá, Tomás viajó con su mujer y su hijo a Estados Unidos, donde residirían casi veinte años. La lejanía lo impulsó a escribir Para antes del olvido (1987), La historia de Horacio (2000) y Los caballitos del diablo (2003), novelas que reiteran rasgos de la antioqueñidad como el apego a lo rural, la férrea unidad de familias muy numerosas, la presencia dominante del “mujererío”, el culto al licor, los embates de la violencia y la coexistencia de tigres para los negocios con figuras más bien desentendidas del lucro, como él mismo.
El viaje desde Envigado al Golfo de Urabá de Elena y J., protagonistas de Primero estaba el mar, la primera novela de Tomás, es una de esas historias que por su diáfana y trágica hondura se convierten en punto de referencia para sucesivas generaciones de lectores. Las emotivas palabras de la narradora Pilar Quintana, integrante del jurado que otorgó el premio por unanimidad, dejan ver cuánto ha bebido de su fuente: “Para mí Tomás González es un grande, uno de los más grandes escritores de Colombia de todos los tiempos. Tiene una prosa bellísima y unas historias profundas y desgarradoras”.
En una entrevista para la revista Arcadia, Tomás le confesó a Andrés Felipe Solano que le aburrían las entrevistas. Cuando lo conocí en el Festival de Poesía de Pereira en 2010, le dije que quería entrevistarlo. Durante cinco días se negó. Al final, luego de recitales, caminatas, cervezas y tertulias compartidas, me dijo: “vamos a hacer la entrevista, pero por escrito”. Así lo hicimos. El escritor del silencio, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana, como lo designó Solano, rompió su habitual parquedad y se regó a discurrir conmigo durante veintiún páginas sobre su oficio, vida y obra.
Hace tiempo no saludo a Tomás. Ha sido visto en una balsa en Guatapé, en una estera en Cachipay, levitando en Otraparte o mudándose del Peñol a una casita en las afueras del Retiro. A través de su editorial, desde alguna parte del cosmos agradeció por el premio y manifestó que le dará muchas alas al trabajo que tiene por hacer.
Adonde quiera que esté, en nombre de su fervorosa fanaticada le envío un abrazo alborozado. ¡Enhorabuena, en obra buena, querido Tomás!
CODA
A raíz del mencionado premio, la revista El Malpensante rescata íntegros el texto y el material gráfico de “La memoria inventada”, la entrevista a cuatro manos que hicimos con Tomás en 2011.
