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La atenta lectora Emira de Bari me pregunta a qué me refiero en el poema “Madre” cuando, a propósito del avance de su enfermedad, hablo de una épica de los microactos.
La palabra microacto se me ocurrió viendo la suma de pequeños actos concatenados que requiere cada actividad al asistir a una persona que no puede valerse por sí sola. En la fase más dura del Parkinson, al ayudar a mamá a vestirse, debíamos escoger primero la ropa, descolgarla, tenerla a mano en una silla, sacar a mamá de la ducha, secarla, alcanzarle el cepillo para que se peinara, ungirla con talco, cremas y aceites, calzarla, ayudarla a sentarse en la silla de ruedas, llevarla al cuarto, prender el tele, poner la novela, subir el volumen, alistar los aretes con la cadena y el dije que quisiera, inclinarnos para ayudarle a poner el pañal y el short, pararnos para ayudarle a ceñir la blusa, buscar el maquillaje, pintar la línea de sus cejas, aplicarle rubor y brillo, ajustar las mariposas de los aretes y el broche de la cadena y alcanzarle el espejo para recibir su aprobación antes de ir a colgar las toallas, recoger la ropa para lavar y devolver a su puesto cada objeto y utensilio.
El cuento de Cortázar “No se culpe a nadie” ilustra de maravilla la noción de los microactos. Es un único párrafo de siete páginas donde el personaje desata una vorágine de microactos que lo apabullan al intentar ponerse un saco de lana azul: “Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas”...
Los días con mamá comenzaban de madrugada y terminaban tarde en la noche. Del primer abrazo al último beso. Del primer saludo a la última charla. Del primer lamento a la última risa. Del primer bocado a la última cepillada. Del primer ejercicio a la última pastilla. De la primera a la última ida al baño. De la primera terapia al último masaje. Del primer paseo a la última telenovela. Del primer recuerdo a la última videollamada. Del primer canto a la última plegaria. Del primer altercado a la última conciliación.
La cantidad de microactos que realizan una persona enferma y quienes la cuidan es abrumadora. Alguna vez contabilicé 323 en una hora, que, desde las cinco de la mañana hasta las diez de la noche, darían en promedio 5.491 microactos diarios, que uno tras otro son la vida. El único modo de encarar eso sin reventar, o por lo menos tal ha sido mi experiencia, es enfocarse en efectuar amorosa, compasiva y atentamente la multitud de microacciones nuestras de cada día.
A eso aludo en el poema al hablar de una épica ―que es también una ética― de los microactos. En este caso, la épica de los microactos es la épica del cuidado. La exigente, inadvertida e ininterrumpida gesta que llevan a cabo pacientes y cuidador@s en los remansos y abismos de la enfermedad.
Mientras andamos sanos, poco reparamos en la cantidad y calidad de los microactos. Los realizamos, no a conciencia, sino por lo general distraída, mecánica, automáticamente. Con el cuerpo nos pasa lo que nos suele pasar con las gafas: se nos olvida que lo llevamos puesto. Solo al luxarnos un tobillo comprobamos lo complejo que es desplazarse. Cuando se alborota la úlcera recordamos la feroz alquimia del sistema digestivo. Cuando se nos cierra el pecho añoramos la gracia de inhalar y exhalar. Si nos lesionamos la espalda extrañamos la arquitectura de vértebras, músculos y tendones que nos sostienen. Solo al enfermarnos nos acordamos del cuerpo y sus microactividades. En la normalidad de la rutina no nos damos cuenta del millón de cosas que hacemos a diario.
Asistir a mamá en sus últimos años me llevó a exaltar la noble y humilde grandeza de los microactos, en virtud de los cuales, al ejercer cada mínimo quehacer como oportunidad de servicio, como toma de conciencia, como práctica meditativa, como expresión del ser, como disciplina ética y como liberación de la fuerza vital, nos conectamos con el universo.
CODA
El poema “Madre” está disponible en Abisinia Review.
