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1918: un montañero capitalino
Quince meses permaneció Tejada durante su primera temporada en Bogotá. Recién llegado a la capital, con sus “atolondrados ojos provincianos” se aventuró por las “tumultuosas calles”. En La ciudad, crónica que publicó el 15 de mayo, sentenció: “La ciudad acendra una multiplicidad admirable de sensaciones que no encontraréis en la montaña: es profunda y ligera, cogitabunda y alegre, sentimental y dura, refinada e ingenua”.
Lo que más despertó su atención fue el espectáculo colectivo en movimiento, ese “baño cotidiano de cosas menudas, de visiones callejeras y refrescantes” que captaba al atardecer desde el balcón de El Espectador, que bien podríamos extrapolar a lo que hoy se vive en una estación del Transmilenio: “¡Cómo negrea la muchedumbre a uno y otro lado! Hay gentes que ambulan precipitadamente, como movidas por ocultos resortes, se atropellan, interrogan y agitan los brazos; otras, en cambio, avanzan tranquilas, impasibles, desafiando el peligro inminente de los vehículos y los codazos gratuitos de los transeúntes”.
En estas apreciaciones citadinas es donde primero aflora en Tejada una percepción moderna de la realidad, distinta a la visión pastoril de contemporáneos suyos como Tomás Rueda Vargas o Clímaco Soto Borda. Luego de la primera Guerra Mundial, el crecimiento de las ciudades marcó el tránsito de un país agrario a uno de incipientes industrias y manufacturas. Pasar de lo rural a lo urbano era cambiar un mundo antiguo por uno nuevo. Tejada comprendió que la modernización social tenía su epicentro en la expansión de las urbes. Por ello, mientras otros entonaban la “apología de la campiña” ―como la denominó―, él se dedicó a plasmar la crónica de nuestras nacientes ciudades, en donde, pese a todo su entusiasmo, faltaba mucho para que los carros relegaran a las carretas y los tranvías.
Bogotá, “melancólica ciudad que posee el encanto enfermizo de las damas enlutadas”, le proporcionaría una fuente inagotable de motivos. Exaltó héroes humildes, como el policía Baudilio Pirateque, muerto tras rescatar a las víctimas de un incendio, sin que su familia pudiera esperar “una ley eficaz, algo positivo” que la resarciera de la tragedia. En Libertad, que escribió a raíz de la celebración del 20 de julio, se indignó al enterarse de que a un grupo de obreros le habían negado el derecho a descansar en pleno Día de la Independencia: “Es una dolorosa realidad esa de que la Libertad siempre ha sido privilegio exclusivo de determinadas clases sociales. (…) El pueblo, aunque luche y se desangre defendiendo aquellos altos conceptos ideales, que nunca ha comprendido, siempre será esclavo: antes bajo el látigo bárbaro de los señores feudales, hoy bajo la mano brutal de los patrones”.
Así, entre septiembre de 1917 y octubre de 1918, con un ritmo de escritura cada vez mayor ―ocho crónicas en 1917 y 98 al año siguiente―, el joven periodista paisa aguzó su mirada y afianzó su estilo, ganándose el derecho a reflexionar sobre lo divino y lo humano, sorprendiendo, polemizando, divirtiendo y enriqueciendo el criterio de sus lectores.
Un acontecimiento trágico y absurdo de la realidad nacional de esos días da una muestra de esto. En junio se produjeron tremendos disturbios en Chiquinquirá: el pueblo se amotinó y los desórdenes provocaron un muerto y numerosos heridos. ¿La razón? Que al obispo de Tunja se le metió en la cabeza trasladar el retablo de la Virgen de Chiquinquirá hasta Bogotá para hacerle una coronación especial, a lo cual se opusieron los pueblerinos. Ante la gravedad de la situación, al obispo Maldonado y Calvo no se le ocurrió nada mejor que excomulgar al pueblo entero. Tejada se ocupó primero del tema en un texto titulado Por la Virgen, donde se preguntó: “¿Se podrán derrumbar con un simple decreto episcopal tantas aberraciones absurdas, infantiles y deliciosas? ¡Quién sabe!”. Pero ahí no paró todo. El 26 de junio, la Virgen se le apareció a Sor Angélica, una “humilde y sencilla monjita”, y le dijo: “Yo no abandonaré a mis hijos”.
Incapaz de resistirse a retomar el asunto, al día siguiente Tejada ironizó: “¡Un Milagro! No seré yo, por vida mía, quien vaya a reírse, ni a sonreírse siquiera ligeramente de estas cosas. Pero sí se me permitirá adoptar un imperceptible aire de satisfacción, al figurarme la cara que ha puesto el señor obispo de Tunja, ¡cuando supo que tenía en contra suya nada menos que a la Virgen del Rosario! Ya va a tener el señor Obispo algunos pequeños inconvenientes cuando trate de hacer su entrada triunfal en el cielo…”.
(En el centenario de su fallecimiento, esta serie sobre Tejada continuará).
