“El cáncer puede estar creciendo dentro del cuerpo, pero uno no lo nota hasta que un día estalla como un desastre natural, como una revolución, como una guerra, como una debacle económica, como una pandemia. De la noche a la mañana revuelca todo a su paso. Un día todo es normal y al día siguiente nada es normal”.
Desde septiembre de 2023, al serle diagnosticado un cáncer metastásico de pulmón, la socióloga, investigadora y profesora universitaria Tatiana Andia (1979-2025) resolvió hacerse columnista del itinerario de su muerte. A partir de entonces, y hasta el 26 de febrero pasado, cuando falleció, como un antídoto para contrarrestar su deterioro mental, y con la idea de que su vida “se tomara al cáncer y no al revés”, en diecinueve textos publicados, primero en el portal digital Razón Pública, y luego en El Espectador, se dedicó a asimilar y exponer el duro, sorprendente, revelador y paradójico proceso que estaba atravesando: “El cáncer, como la vida bien vivida cuando se está acabando, me ha hecho revisitar cada momento, cada lugar, cada afecto. En ese sentido, el cáncer, la peor condena, me ha parecido la mayor fortuna”.
Entrega por entrega, a través del voz a voz y de las redes fue propagándose el rumor acerca de la profe de Los Andes que no asumía su enfermedad como una tragedia y que, por el contrario, osaba festejar en vida su propio funeral: “Lo que comenzó como una condena a muerte se ha convertido en una oportunidad única para hacer un duelo tranquilo y compartido al lado de quienes más amo. Un funeral lento, con tiempo para el silencio y para los discursos reflexivos y significativos”.
En un principio, su tratamiento generó resultados esperanzadores y Tatiana disfrutó una sensación de renacimiento: “Cada cosa que puedo hacer de nuevo y sin dolor, caminar, nadar, bailar, tener sexo, se sienten como la primera vez. Mejor aún, como una primera vez experimentada”. Meses después, cuando el cáncer recurrió en su cerebro provocándole terribles dolores y ocasionándole pérdida del equilibrio y del movimiento y una ceguera parcial del ojo izquierdo, pasó a cuestionarse si se justificaba someterse a lo que denominó un encarnizamiento terapéutico: “Nos han enseñado que la esperanza es lo último que se pierde. Lo que no nos enseñan es a preguntarnos: la esperanza, ¿de qué?”.
En enero de este año, tras suspender sus publicaciones durante cuatro meses, y en vista de que la radiocirugía le produjo convulsiones que la hicieron sentir desconectada del mundo, retomó las columnas y decidió que como enferma terminal no aceptaría más tratamientos: “me siento orgullosa del camino cancerígeno que he recorrido, pero esta última etapa ya no se siente bien. Son cada vez menos las cosas que puedo disfrutar plenamente, lo que me manda la señal de que ya viene siendo hora de parar”. Entonces, pese a las barreras culturales y sociales, oponiéndose a la ultra medicalización y farmaceuticalización de la vida, se aprestó a ejercer el derecho a morir dignamente en su casa, rodeada por sus seres queridos.
Sus últimos textos los destinó a rememorar a su madre, Marina ―“Una mujer fuerte. Defensora acérrima de su autonomía y de su independencia”―, y a homenajear y agradecerles a su padre, Oscar, y a su esposo, Andrés, los hombres que la cuidaban: “estos hombres, mis hombres, se han dedicado tiempo completo a mi cuidado. Con el amor, la empatía y la paciencia que eso implica”. También escribió acerca de su amor por los métodos, el humor, la escritura y la poesía, y tuvo tiempo para pensar en el tiempo de los enfermos y en el de los sanos: “¿qué tiempo está menos mal? ¿El de los enfermos, que es solitario, pero que es libre; permite pensar, compartir, escribir? ¿O el de los sanos, que transcurre afanado entre actividades sociales impuestas —muchas de ellas sin sentido—, y que no da tiempo para leer, para pensar y, mucho menos, para escribir?”.
En su última columna, publicada el día de su muerte, se declaró exhausta y defendió su derecho a desaparecer: “Se acabó la fiesta, justamente porque dejó de ser una fiesta y se convirtió en un suplicio. (…) Simplemente, se acabó la fiesta. Me apagaron la música. Me retiro con dignidad”. Citando sus propias palabras, a modo de epitafio se podría añadir: “TRANSFORMÉ MI REALIDAD SIENDO REVOLUCIONARIAMENTE FELIZ”.
En el foro del periódico uno de sus estudiantes le manifestó: “Nos enseñan a vivir pero no a morir. Una vida plena y una muerte digna son tu más extraordinaria lección. Acompañaste y acompañarás a mucha gente con tu escritura. Admiración y gratitud eterna, maestra”.
CODA
Dos semanas después de la muerte de Tatiana Andia, falleció su esposo, Andrés Elías Molano. De este modo excepcional, Tatiana y Andrés Elías ingresan al elíseo de grandes amores de la humanidad.