Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
David no está en su apartamento. Nos hemos citado para saquear su biblioteca, pero él ya no vive acá. Tuvo que emigrar a un edificio con rampas y ascensor, igual que su vecina del piso de arriba, la poeta Maruja Vieira.
Sentado en la escalinata, mientras espero que llegue Rita, su compañera, recuerdo las veces que subí estos peldaños para visitarlo. Eran veladas maratónicas donde nos prodigaba su atención, su charla, su cava, su música, su despensa y su sabiduría. En cualquier momento, si el tema lo ameritaba, se levantaba de la poltrona y acudía a algún estante en busca del pasaje o la estrofa que quería compartir.
Rita llega con Pablo, un alumno que le colaboró a David en la tarea de preparar la segunda edición de su Historia de la crítica literaria en Colombia. Entramos al apartamento. De pie, en medio de la sala donde ya no están los retratos de Joyce y Proust ni las viñetas tangueras de Hermenegildo Sábat, Rita nos ratifica que el círculo íntimo del maestro, con su consentimiento, ha dispuesto repartir ejemplares de su biblioteca entre algunos de sus seres más cercanos, como una forma de preservar y diseminar su legado.
Después, en la habitación donde él escribía y dormía rodeado por los anaqueles más preciados de su colección (en la que estuve contadas veces, para ver en su TV algún triunfo del Barça o una derrota del Medellín), Rita nos entrega un par de cajas y sale del cuarto para que demos inicio al saqueo.
Encarar un trance de tal magnitud a palo seco es imposible, así que voy a la tienda por cervezas y brindamos a la salud de nuestro padre y maestro mágico, liróforo celeste. Luego, Pablo se interna en los entrepaños políglotas de la poesía europea, y yo, en los de la narrativa y la poesía latinoamericanas. Reencuentro más de un tesoro que David alguna vez me prestó, con el índice en alto y la perentoria advertencia: “¡Me lo devuelve!”.
Casual, o causalmente, ese día aparece una columna donde Ana Cristina Restrepo, sobrina suya, destaca lo que entrañaba pasar por el filo intelectual de “semejante cuchilla”. Varias personas le responden y se precian, como nosotros, del privilegio de haber asistido a las clases de su tío y vivir para contarlo.
Al terminar de llenar las cajas, veo que Pablo ha desplegado los libros de su preferencia sobre el colchón del maestro. Atónito, leo los títulos armando un cadáver exquisito. La escena me resulta más perturbadora que el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección.
Tras horas de agridulce labor, salimos a almorzar. Pablo nos invita a un restaurante que David frecuentaba. Rehacemos el trayecto que a él le gustaba recorrer. Nos sentamos a la mesa donde cenaron con Rita la última vez. No dejamos de tenerlo presente. El corazón me da un vuelco al caer en cuenta de que allí mismo, en La Poularde, treinta años atrás, me agasajó cuando recibí el premio de poesía joven de Colcultura. Rita comenta que a él le preocupaba el hecho de que yo hubiera resuelto volverme poeta en un mundo incapaz de valorar la poesía.
De vuelta en el apartamento para completar el botín, reviso los estantes de los ensayistas. Ahí me topo con Steiner, quien afirma que un intelectual es “muy simplemente, un ser humano que tiene un lápiz en su mano cuando lee un libro”. Me topo con Barthes, quien nos inculcó que, para un verdadero escritor, el lenguaje es, ante todo, el reto primero, siempre un problema. En eso llegan Patricia y William, quienes han dado continuidad al proyecto académico de David en el Departamento de Literatura de la Universidad Nacional, fieles al enfoque de historia, teoría y crítica que estructura nuestra carrera.
Cuando Pablo termina de embalar sus cajas, dice que deberíamos diseñar un exlibris para identificar los libros del maestro. A ese exlibris yo le pondría un sol y un árbol, invocando los verbos emblemáticos de su existencia: iluminar, esclarecer, sembrar y contemplar. Pablo añade que piensa armar una sección especial en su biblioteca con la herencia que acaba de recibir.
Coincido con él y empiezo a anticipar, con gratitud infinita, cómo albergar en casa las joyas del fondo David Jiménez Panesso.
