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A sus 88 años, papá ya no consigue ver las zancadas de Luis Díaz en la pantalla, y mucho menos su manejo prodigioso del balón. Hace tiempo dejó de reconocer las letras de un libro y las teclas de su computadora. Es mejor servirle la comida en un plato blanco, si tiene flores pintadas intenta agarrarlas con el tenedor. Lo acompaño donde el oftalmólogo porque quiere preguntarle si hay alguna posibilidad de mejorar su visión.
Que el oftalmólogo se llame Rodrigo Miranda no es un invento mío sino de la realidad. Él heredó de su padre el nombre y la vocación de ayudarnos a ver, de abrirnos ventanas para mirar el mundo, como dice un poema de Robinson Quintero. Rodrigo conoce a papá desde hace décadas, después de un examen meticuloso confirma el diagnóstico que le dio dos años atrás: a causa del glaucoma, la palidez del nervio óptico es irreversible, una cirugía o alguno de los lentes de culo de botella que le hizo probar no son una opción.
Esa mañana, le escribí a Rodrigo antes de la consulta. Le dije que papá iba a pedirle lo imposible para recobrar su visión, y que lo que en ese momento yo creía que requeríamos de la consulta era que nos ayudara a asumir cómo hacer para ver en la penumbra, para vivir a tientas. Él me respondió: “Perder el sentido de la vista es de las condiciones más difíciles y retadoras de la existencia. Toda mi vida profesional la he dedicado a cuidar la visión de mis pacientes, y a veces llegamos a este punto, al que todavía no le encuentro antídotos ni respuestas. Sin embargo, veo en tu padre a un hombre excepcional, resiliente, gran luchador, un ganador de la vida”.
Papá es un sobreviviente, un héroe del quirófano. A raíz de un cáncer, le quitaron la tiroides, la laringe, parte del esternón, de la tráquea y media clavícula. No claudicó, flaqueó pero no se rindió. En tres hospitales luchó como un león amputado, cableado, canalizado. Desde entonces respira por un orificio en el pecho y habla mediante una laringe electrónica. “Perdí la voz, pero aún puedo escuchar boleros”, le escribió a un amigo músico. Cuando mi hermano Fernando lo llama y le pregunta cómo está, con su voz de robot le responde que ahí más o menos. En otro momento hubiera dicho que jodido pero contento. Cuando Fer indaga cómo le fue en la cita, le resume que no hay alternativa y que toca aguantar.
Vivir en la oscuridad es una frase fácil de escribir y difícil de sobrellevar. Pregonar el estoicismo ante la vejez y la discapacidad es fácil, lo difícil es encararlas día tras día. A estas alturas de su vida, papá tendrá que mirar el mundo con las yemas de los dedos y abrirse camino con un bastón. En la medida de lo posible, sin inutilizarlo, quienes lo rodeamos seremos extensiones de sus ojos y de sus pasos, acompañándolo a surcar la niebla.
¿Qué le queda al héroe del quirófano? El fervor, la fortaleza, la fe. Lo mucho que lo amamos y que nos ama. Lo poco que le queda del oído, la memoria, el lenguaje y las ganas de vivir. La inseparable música, el insuperable ritmo. Una dieta liviana y buen apetito. Los rigores del instante y un temeroso porvenir. Y la carga de ausencias y destiempo que siempre se reservó.
Escribo esta columna en Girardot, antes de regresar a Bogotá. Es duro partir dejando a papá en esta situación. Es duro ver su rostro abierto de par en par a la tristeza. Tras abordar el taxi, habiendo doblado la esquina, de vuelta a mis asuntos, algo en mí se empaña, algo de mí se inquieta en su quietud.
En medio de esta opaca y recia contienda, lo cuidaremos, esperando que la fatalidad prescinda de un asedio más atroz. Procuraremos propiciarle calma y alegría. Haremos de tripas corazón. Le encontraremos la comba al palo. Seremos su sombra entre las sombras, luz a través del túnel. Nos uniremos como los dedos de una mano para apoyarlo. Para ver con él en lo oscuro y vivir a tientas.
CODA
Tiene razón Ginés de Pasamonte: lo mío es el lamento. Se me dan bien las elegías, los reclamos, las pérdidas, la ira y el intenso dolor. El mundo me empuja sin piedad al columnismo literario lacrimógeno.
