Sesenta y tres años antes del trancón nuestro de cada día, en 1960, el premio Nobel Harry Martinson publicó un libro titulado El Carro donde incluyó las diecisiete estancias de “Voces sobre el Carro”, un poema tremendo que, a la luz de la actual encrucijada energética, emerge como un hito literario de los siglos XX y XXI.
El meollo del texto se podría condensar en la fábula que cierra la segunda estancia: “Érase una vez un carro que llegó a un lugar. / Le dijo a un campesino: / mata al caballo que va delante de mí. / Me molesta. / Después podrás viajar con rapidez. / Así ocurrió. / En el Carro estamos desde aquel día”.
Con la mayúscula puesta deliberadamente por el poeta sueco, en el Carro estamos desde aquel día, y no sabemos ni queremos bajarnos de él. Ganamos velocidad a costa del caballo, ciudades a costa del campo, electricidad a costa de las estrellas. Martinson describe un mundo donde el Carro es la medida de todas las cosas, en el que los juguetes de los niños son carros y los adultos son juguetes de sus automóviles: “El ídolo de los padres, con su pelo ensortijado, / el diosecillo de juguete / jugaba con su carro por las llanuras del suelo. / Seguía una de las grietas del pavimento, la llamaba carretera. / Chocaba con una pared y la llamaba el Fin”.
Por lo general, de ser posible, me transporto en bicicleta, pero si debo salir de Bogotá, a visitar a mi padre en Girardot, por ejemplo, necesito la gasolina. Sea en carro particular o en bus, sea por La Mesa o por Fusagasugá, soy, no un gasolinero culposo, sino un carrodependiente feliz. Disfrutar el paisaje desde la ventanilla de un auto en marcha es una de las vivencias más desestresantes que brinda la azarosa modernidad. Martinson plasma esta bucólica experiencia en la décima estancia del poema: “El viaje era tan luminoso y tan alegre / que todos los problemas parecían desvanecerse. / El carro y la carretera formaban una feliz pareja. / El carro iba abriendo camino a la alegría universal, / iba abriendo puertas estivales cada vez más hermosas mientras viajábamos”.
El carro promete riesgo y aventura, sí, pero así mismo, como el niño lo adivina en sus juegos, entraña la posibilidad del fin: “En el Carro viajamos hacia la playa y el regocijo lunar, / hacia la alegría adornada de follaje de la noche de San Juan / o hacia una muerte astillada cruzando las verjas de la eternidad”.
En la octava estancia del poema, el carro se apodera de su ocupante y toma posesión de este a un punto tal que pasa a convertirse en su caparazón: “El carro se fue convirtiendo paulatinamente en mi concha de caracol. / Me había invadido la inercia interior de los caracoles / y la aversión del molusco/ por todos los movimientos fuera del caparazón”. Cuando resulta que un roble aplasta el carro, la trágica simbiosis entre el hombre y su auto se consuma: “Me había escurrido hacia adelante, hacia arriba y por los lados. / Como si hubiese sido la masa encefálica del Carro”.
Liberarse del carro no es una tarea sencilla, parece imposible. La imagen que Martinson emplea es la de quien quisiera quitarse infructuosamente una corteza: “Me voy quitando corteza tras corteza, / carro tras carro. / Pero mientras me voy descortezando / siento que voy tirando también mi carne y mi sangre”. La conclusión ratifica que el conductor y la máquina se han hecho indivisibles: “A menudo el ser humano muere en su armadura. / A menudo se le recuerda / únicamente tal como era en su armadura, / envuelto en su carro”.
El año pasado se vendieron en Colombia 262.338 vehículos nuevos, 4,8% más que en el 2021. En Bogotá circulan casi dos millones de automóviles a los que, según las proyecciones, pronto se sumarán otros cincuenta mil. La preferencia por el transporte privado no disminuye, no se ha logrado desestimular un ápice su demanda: mientras los automóviles han aumentado un 24%, las camionetas un 62% y las motos un 23%, el transporte público creció apenas un 2%. Un modelo perfecto de movilidad insostenible e imposible decrecimiento.
La primera voz que aparece en el largo poema de Martinson es la de un vendedor de carros que ha perdido la fe en su mercancía y vomita de repente un carro de marca desconocida. Se le acaban las palabras, su elocuencia desaparece, termina compadeciendo a su clientela: “Lo que alegraba a otros me contristaba a mí. / Conocía la obra, la multitud, las apreturas, el abismo / y la velocidad que se dirigía hacia ellos”.
Ese vendedor hereje parece ser un lector atento de la obra de Martinson. Por lo menos, del poema “Vivir de verdad”, que en los distantes años sesenta aconsejaba vomitar la realidad que se odia y auguraba sombrías perspectivas para nuestra hoy inviable civilización automovilística: “Los próximos tiempos están violados y cargados de todas las cadenas imaginables, / sobre todo las de la utilidad y del insípido bienestar / con su acolchada seguridad, espiritualmente tan de poco valor, / y sus carritos de juguete para todos”.