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Dr. Fernando Londoño,
Siento por usted inmensa gratitud. No he olvidado, ni olvidaré nunca, que fue su programa de radio el primero en darme una oportunidad frente al micrófono. Estaba yo recién graduado de la universidad, con dos diplomas que adornaban la pared, pero sin trabajo, y buscando alguna experiencia en la sala de redacción de un medio cualquiera. Nadie quería contratar a un sujeto de 23 que no había estudiado periodismo y que no podía explicar con claridad por qué quería dedicarse a contar historias. Luego, una tarde, tuve la suerte de conocerlo, y usted la amabilidad de preguntarme a qué dedicaba mis días. Le dije que me interesaba el periodismo y que estaba buscando trabajo. Terminamos hablando de libros. Me sugirió que leyera a Jean-François Revel, empezando con La obsesión Antiamericana, y que algún ensayo de Ortega y Gasset tendría que estar en el repertorio de lecturas pendientes. Dos semanas después, una tarde de miércoles, me llamó y me dijo: venga a la emisora, mire lo que hacemos, y si le gusta, puede hacer una práctica acá.
Un par de meses después ya no era solo un tímido observador, sino un participante permanente en la mesa de su noticiero. Me regalaba usted unos minutos para hablar de libros, de teatro o de cine, y empecé a interesarme por las noticias internacionales. Me explicó la diferencia entre chiítas y sunitas, fue claro en decirme lo injusta que era la historia juzgando a Nietzsche y a su pensamiento como base ideológica del Nazismo, me dijo que leyera El libro negro del comunismo y que siguiera con los cuentos de Alexander Solschenitzin. Allí duré 18 meses. Luego pasé a RCN Radio. Desde entonces hemos hablado poco, tal vez dos o tres veces, una de ellas en la clínica el día del atroz atentado que las FARC cometieron contra usted. Como dije al principio, no olvido su amabilidad conmigo, su empeño en convertirme en un lector más crítico, su insistencia en la importancia de leer los clásicos. Todo eso se ha quedado conmigo.
Pero desde entonces he tenido también la ocasión de conocer otras miradas, otras maneras de entender el país que nos tocó, de pisar el barro y la tierra de nuestros campos. He visto, en Arauca, caseríos en los que la doña dueña del billar tiene un hijo en la guerrilla, otro en el ejército, otro más en las filas paramilitares, y un cuarto enterrado por culpa de esta guerra absurda que no termina. He visto, en Buenaventura, madres destrozadas buscando los restos de sus hijos desaparecidos, testigos que cuentan el horror y el volumen ensordecedor de los gritos en las infames casas de pique, familias que dejaron de serlo y que ahora no son más que recuerdos en algún cementerio que nadie visita. Hace poco menos de dos semanas estuve en el Caquetá. Visité, con unos valientes de la Brigada de Desminado Humanitario, el municipio La Montañita. Un Teniente de 30 años y que vive con su familia en Florencia, se encargó de llevarme hasta allí y de responder mis inquietudes. Vi, un miércoles al medio día, a un grupo de soldados profesionales equipados con un traje especial entrar a un campo minado y trabajar, con minucia y coraje, en cada metro de un terreno en el que, años antes, murieron animales y vecinos por culpa de las minas instaladas por las FARC.
Vi, Dr. Fernando, a estos hombres desarmados vivir tranquilamente en un campamento levantado por ellos en la ladera de una montaña que antes pertenecía a la guerrilla. Los vi caminar con la certeza de que nadie les vas a disparar por estar haciendo su trabajo: salvar vidas. Vi su interacción con los campesinos del lugar, muchos de ellos víctimas de la guerra y de las minas, y la amabilidad y el respeto en el saludo. Vi, Dr. Fernando, el renacer de unos campesinos que antes no tenían vida porque incluso el acto más básico, caminar, era peligroso, y que ahora están recuperando aquello que no tiene precio: la tranquilidad. Oí, por el heroísmo de los soldados de esa Brigada, a un señor que perdió una pierna contando que jugó fútbol en un campo que estaba minado y que dejó de estarlo. Desde que las FARC, que tanto daño hicieron a estas personas, dejaron aquellas veredas y se movieron a las zonas de concentración, las cosas han cambiado para miles y miles de colombianos que vivieron décadas en el horror de la guerra. Entendí, para mi tranquilidad, que el Teniente que me atendió llegará esta noche a su casa y podrá jugar con sus dos hijos.
Sé, como tantos otros, que este acuerdo de paz está lleno de problemas, que todos los colombianos que nunca hemos matado a nadie quisiéramos ver a los cabecillas de las FARC encerrados el resto de sus vidas en calabozos sin ventanas. A mí también me indignaría ver al cínico de Santrich sentado en el Congreso y a Márquez en la papeleta presidencial. Y sin embargo, Dr. Fernando, he llegado a la conclusión de que este acuerdo, imperfecto y con una enorme dosis de impunidad, ha servido para que miles y miles de colombianos tengan una segunda oportunidad. Para que niños que antes no iban al colegio de la vereda porque el campo estaba minado, puedan ahora correr como corren los niños. Porque en todo esto hay un hecho evidente e innegable: hoy contamos menos muertos de los que contábamos en los tiempos de la guerra. Llamó usted a “volver trizas ese maldito papel que llaman el acuerdo con las FARC”. Para mí, Dr. Fernando, eso equivaldría a volver trizas tantas veredas del país profundo que usted y yo tanto queremos.
Con admiración y gratitud,
Jorge Espinosa
