Dostoyevski

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Jorge Eduardo Espinosa
09 de julio de 2018 - 02:00 a. m.
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Crimen y Castigo es la mejor novela que he leído. Paralelamente, la vida de su autor, Fiódor Dostoyevski, alcanza para tener adjetivo: dostoievskiana. Recuerda el escritor español Andrés Trapiello que nació Fiódor en Moscú en 1821 y se educó en un hospital del que su padre, un borracho terrible e infeliz, era médico. Su mamá, una mujer amable y enferma, murió pronto, y el padre decide enviar a Fiódor y a su hermano Mijaíl a la Escuela Militar de Ingenieros de San Petersburgo. Es allí, tal vez por su escaso interés en las matemáticas, donde Dostoyevski descubre la dimensión de los grandes escritores de su tiempo: Turguénev, Pushkin, Gogól. Pasan dos años de estudio lejos de casa y ocurre entonces la segunda gran tragedia de la vida de Fiódor. Su padre, ese hombre malvado y canalla, es asesinado por los siervos de su propiedad después de torturarle salvajemente. Al parecer, según las versiones de la época, los trabajadores, hartos del maltrato del patrón, atentan contra Dostoyevski papá. Y Fiódor, que vive lejos, recibe la noticia con gozo y alegría. Ese sentimiento, después, termina volviendo contra el escritor, que siente culpa por alegrarse del atroz asesinato de papá. Se preguntaría Fiódor si él, de alguna manera, es también responsable de la muerte de Mikhail Dostoyevski, si puede alguien considerarlo un parricida.

Por aquella época empezarían los ataques epilépticos del escritor, que nunca lo abandonarían, y que contribuirían a tenerlo siempre como un hombre nervioso y enfermo. En ese proceso de madurez decide abandonar sus estudios militares y dedicarse enteramente a la literatura. Traduce a George Sand y a Balzac, conoce a Turguénev y al famoso crítico y editor literario de la época Visarión Belinski. Y por fin, en 1846, publica Pobres gentes, recibida con alegría por la crítica hasta el punto de considerarlo tempranamente como la nueva joya de la literatura rusa. Sus novelas posteriores, sin embargo, fracasan, y el desasosiego y la tristeza lo llevan a involucrarse con un grupo subversivo socialista que fantasea con la caída del zarismo. Es arrestado por conspiración contra el zar Nicolás I, puesto preso 8 meses y luego condenado a muerte por pelotón de fusilamiento. Sin embargo, la pena es conmutada a último minuto y Fiódor, que ya oraba por la salvación de su alma, se ve de pronto en un campo de trabajos forzados en Siberia, rodeado de terribles criminales. El escritor, desde siempre, había tenido la extraordinaria habilidad de la observación atenta, consciente, y rodeado del desperdicio de la sociedad aprende que la bondad y la humanidad están en todas partes.

Dostoyevski cumpliría su pena de trabajos forzados en 1859 y regresaría a San Petersburgo. Seguiría escribiendo y publicaría en 1865 Crimen y Castigo, novela psicológica, casi policíaca, extensa y maravillosa. El protagonista, Rodya, es un joven estudiante de derecho de 22 años que ha tenido que abandonar sus estudios. Vive en una inmunda buhardilla en un barrio humilde de Petersuburgo y lleva varios días planeando un crimen. Está harto de la gente, detesta el contacto humano hasta el punto de pasar días solitarios acostado en el andrajoso sofá que le sirve de cama. Tiene problemas económicos, come poco y mal, y debe unos meses de alquiler. La víctima, que es también una vieja hedionda y desgraciada, es una prestamista del barrio que maltrata a su media hermana y cobra intereses sin contemplación. El crimen ocurre pronto en la novela, y de aquel punto en adelante se trata sobre todo de un estudio psicológico del criminal. Pero también de la época de Dostoyevski. En la página 396 de la edición de Alianza, la novela tiene uno de los fragmentos más asombrosos de la historia de la literatura. Rodya, el criminal (nadie lo sabe todavía), conversa con un juez de instrucción, Petróvich, sobre la naturaleza del delito (en general) y del delincuente. El joven estudiante tiene una teoría que ha escrito en una revista y que inquieta al juez. Se trata, más o menos, de lo siguiente “… La persona extraordinaria tiene derecho…, no quiero decir un derecho oficial, sino un derecho íntimo, a permitirse en su conciencia la infracción… de ciertos obstáculos y sólo cuando lo exige la realización de su idea… Idea de la que en algún caso puede depender la salvación de la humanidad entera… A mi modo de ver, si por los motivos que fuesen los descubrimientos de Kepler y Newton hubieran podido darse a conocer solo mediante el sacrificio de una persona, o de una decena o centenar de personas o de cuantas usted quiera, que impidiesen tales descubrimientos u obstruyesen la vía que conduce a ellos, Newton tendría el derecho, más aún, la obligación, de… eliminar a esa docena o centenar de personas para dar a conocer sus descubrimientos a la humanidad entera”.

Luego dice Rodya también que todos los legisladores del mundo, sin excepción, (Napoleones, Mahomas, Licurgos…) han sido delincuentes. Hay entonces, en opinión del protagonista de Crimen y Castigo, hombres ordinarios, que son la mayoría y que solo tienen la obligación de procrear y cumplir las normas establecidas, y hombres superiores, que tienen la habilidad de decir algo nuevo “en el ámbito de que quehaceres”. Así continúa, en este tono increíble, la conversación entre Rodya y el juez de instrucción.

Han pasado más de 150 años desde la publicación de una novela que debería ser obligatoria para todos aquellos que amen la literatura y que sientan un deseo incontenible de empezar a comprender la mente criminal. Hoy, en esta pequeña columna, quería recomendar Crimen y Castigo, obra maestra escrita por un hombre apasionante.

@espinosaradio

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