La religión hace esclavos felices

Jorge Gómez Pinilla
19 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

La compasión es un sentimiento que practican los cristianos y los budistas, con una diferencia: los primeros la practican para alcanzar el cielo, los segundos como norma de vida. La compasión podría entenderse también como sinónimo de amor al prójimo, y es lo que siente un agnóstico sensible al ser testigo del grado de esclavitud mental inherente al pensamiento religioso.

Las primeras esclavizadas fueron las mujeres, desde el día en que a algún israelita con alto poder de convicción, aburrido quizás de la dificultad que se presentaba para tratar con las caprichosas féminas de la tribu, se le ocurrió la brillante idea de meterles culpa teológica y se inventó la fábula de una pareja compuesta por Adán y Eva a la que Dios había puesto sobre el paraíso terrenal para que fueran felices y comieran perdices. Pero la compañera del obediente hombre no había resistido la tentación de comerse la manzana prohibida que le acercó una serpiente, y desde ese día una y otra —hembra y serpiente— quedaron emparentadas.

Lo trágico del asunto es que por algo tan insignificante como la satisfacción de un nimio antojo femenino (algo que Dios habría podido resolver con una amonestación o una simple nalgada, qué sé yo), se armó un zaperoco de padre y señor mío y quedamos todos atados por el cuello a la noria de la culpa. Sobre todo las mujeres, a quienes por cuenta de ese desliz se les decretó “sumisión y obediencia al varón”, según el mandato divino consignado en el Antiguo Testamento.

Desde esos días nefastos para la humanidad asumimos a Dios como un ser que gobierna nuestras vidas, toda una autoridad sacramental a la que después de muertos tendremos que ir a rendirle cuentas para que él en su magnánima sabiduría decida si nos manda a arder en las llamas del infierno o nos invita a compartir su beatífico reino…

En este contexto, el gancho que agarra a católicos, evangélicos y cristianos con Jesucristo reside en que "Él murió por nuestros pecados". Lo asumen como verdad incuestionable, y cuidadito si usted la pone en duda, porque les estaría faltando al respeto. Están sumergidos en el pantano de una culpa heredada de generación en generación, como algo congénito, y eso —dicen— es algo que hay que respetarles. Visto el asunto con ojos analíticos, ahí se aprecia una especie de chantaje: naciste pecador, pero Cristo te redimió con su muerte. Y lo peor del asunto es que “sin Cristo no te salvas”. Suena abominable. ¿Cómo así que nací pecador? ¿De cuándo acá debo yo cargar con culpas ajenas por el solo hecho de haber nacido? Ahora bien, si se dice que él murió para salvarnos del pecado, ¿cuál es el rollo? ¿No significa eso que se acabó la película de la culpa por el pecado original? ¿O fue que quedaron algunos intereses pendientes de la deuda contraída en el paraíso…?

Estas reflexiones vienen de una publicación que hice en mi muro de Facebook el pasado Viernes Santo, a raíz de una imagen donde el canal TRO anunciaba el cubrimiento de la Procesión Infantil de Pamplona con una imagen de una niña cargando en sus brazos al Jesucristo crucificado sobre una cruz de madera, y detrás se ve a otras dos niñas vestidas de monjas. Publiqué la foto, acompañada de este texto: “Además del bautizo en estado de indefensión, esto debería ser considerado como abuso infantil: los encarrillan en una religión cuando aún no tienen criterios para definir sus creencias por cuenta propia. En lugar de que los pongan a cargar la imagen de un hombre sometido a salvajes padecimientos, deberían estar jugando”. (Ver foto).

Pues quién dijo miedo, un católico al que conozco y aprecio se lanzó en imprecaciones diciendo que yo debería ser declarado persona non grata del mismo pueblo donde ambos vivimos, y que no era digno de haber sido recibido en la casa de una mujer (también católica ella) cuyo hijo me brindó hospedaje durante los días aciagos en que yo era objeto de una persecución de la que ahora no quiero acordarme. Esto me sirvió de lección, de todos modos: pude apreciar que alguien cercano se sentía agraviado en lo más íntimo de su ser, y fue cuando decidí ‘respetar’ ese día santo para los católicos y silenciar mi publicación.

Por simple coincidencia, el Sábado Santo apareció entre mis recuerdos algo que había publicado tres años atrás en Semana.com: una columna donde manifestaba mi asombro ante el hallazgo de lo que a todas luces parecía ser —y sigue pareciendo— la tumba perdida de Jesucristo, y remataba con esto: “¿Qué podría ocurrir en el mundo católico occidental si hechas las comprobaciones de rigor resultara que esa tumba contuvo en efecto los restos de Jesús de Nazaret y su familia? Elemental, mi querido Watson: habría que comenzar por reescribir la Historia”. (Ver columna).

La respuesta de otro ofendido hasta los tuétanos dice así: “Cuando tú te mueras (…) estoy seguro que nadie te llorará pues con un carácter tan vinagre como el tuyo, solo alegría y entusiasmo despertará tu partida sin regreso. Si queman tus restos, solo serán ceniza negra como tu alma (si es que la conservas). Si te entierran, estarás tan podrido y maloliente como ahora, cuando pretendes quitarle su divinidad a Nuestro Señor Jesucristo y dejarlo reducido a su condición humana”. (Ver anatema).

Ahí observé que estaba frente a alguien inteligente y culto, pero arrebatado por un sentimiento de ira que se anidó en su alma, producto de la lectura de mi columna. Comprendí su dolor y alabé la calidad literaria de su diatriba, y por eso la conservo en mi egoteca. Hay personas que no están en condiciones mentales de prestar oído a argumentos demoledores desde el lado de la razón, porque si se convencieran de que han vivido atadas a un engaño se les vendría abajo la estantería de la Fe que les brinda seguridad espiritual, emocional y psicológica a sus vidas. Apenas comprensible entonces una reacción como esa, la de quien no encuentra salida diferente a la de desear la muerte. Ese hombre, entonces, me despertó compasión cristiana.

Jesucristo fue un gran hombre, con un valioso mensaje centrado en la caridad, pero aquí tiene cabida lo que una vez le dijo Mahatma Gandhi a un inglés que lo visitó: "Me gusta el Cristo de ustedes, pero no me gustan los cristianos. No se parecen en nada a Cristo". O como dijo Napoleón Bonaparte: la religión es lo que evita que los pobres asesinen a los ricos.

DE REMATE: La reunión entre Donald Trump, Álvaro Uribe y Andrés Pastrana que nunca ocurrió, como ya desmintió la Casa Blanca, revela el grado de desesperación en que se halla este par de sujetos, cada día más avasallados por el ímpetu incontenible de la paz. Flagrante mentira para consumo nacional, torpemente fabricada por dos protagonistas de un oso internacional.

En Twitter: @Jorgomezpinilla

http://jorgegomezpinilla.blogspot.com.co

 

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