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En los discursos de instalación de la última legislatura del Congreso de la República el pasado 20 de julio, pudieron verse dos visiones de país, dos formas de entender la política y la sociedad.
La que representa la oposición la llamaremos la visión tradicional prevalente, y la que representa el gobierno de Gustavo Petro la llamaremos una visión alternativa y emergente. La primera ha tenido tiempo para consolidarse, para lograr amplios consensos en todo el espectro del establecimiento político y económico, hasta el punto de considerarse lo normal, lo que somos como sociedad, y las instituciones, “las reglas de juego”, reflejan ese orden construido alrededor de un Estado precario en la provisión de bienes públicos y ejercicio excluyente del poder. Si bien la Constitución de 1991 cambió el escenario para equilibrar un poco la cancha en favor de sectores marginados, este orden se sustenta en la vieja tradición clientelista de pactos entre élites nacionales y locales a quienes no les interesa que se consolide un Estado social de derecho porque, como bien lo ha sostenido la periodista Laura Ardila, conocedora profunda de este panorama en lo regional, “a los clanes políticos no les conviene que haya igualdad o inclusión política porque ambas debilitan la dependencia de las clientelas a las que compran los votos”.
La visión emergente venía incubándose en un panorama creciente de desigualdad y de inconformismo con este modelo de desarrollo a cuentagotas y de lectura autocomplaciente del bienestar. Colombia es un país profundamente desigual, pero la visión tradicional lo ha hecho ver normal, porque el colombiano es trabajador y no se queja. De acuerdo con las cifras de la Base Mundial de Datos de Desigualdad, el 1 % de la población concentra el 40 % de la riqueza, y el reciente informe de Oxfam pone de nuevo el tema en discusión y nos recuerda que, por ejemplo, en el caso de las mujeres indígenas y afro, la pobreza es de 64 % y 47 %, respectivamente.
En el contexto del estallido social, una expresión legítima del descontento, y de lo que evidenció la pandemia del COVID-19: que no todos estábamos protegidos de igual manera ante el riesgo social, se dieron las condiciones políticas para que una visión alternativa llegara al poder, una que recoge movimientos tradicionales de izquierda, los llamados progresismos, una suerte de nueva izquierda con agendas de las nuevas ciudadanías, tales como la equidad de género, el ambientalismo, el animalismo y otra serie de reivindicaciones propias del desarrollo del modelo posneoliberal. Una amalgama difícil de articular en un solo proyecto político.
Los discursos de Cepeda, Garrido y Valencia, especialmente, estuvieron orientados a mostrar el desastre del Gobierno y a la necesidad de sumar esfuerzos para recuperar el país en el 2026, de manera que se pueda retomar esa trayectoria de desarrollo que se habría interrumpido el 7 de agosto de 2022. Pulverizar a Petro no es suficiente para ello. Si algo deja este período es que cambió la conversación sobre lo que debe ofrecer un gobierno, no basta con eso de tener trabajo y llegar vivos a casa, se precisa ir más allá para lograr cambios estructurales, y eso pasa por cuestionar las estructuras de poder que subyacen al modelo.
Pero el modelo alternativo que encarna Petro también es insuficiente y precario a la hora de las realizaciones. Los datos que presentó el presidente en su discurso, si bien algunos son logros importantes, están lejos de ser una “revolución social e institucional”. Sus alianzas políticas, la línea de poder que rodea al presidente en la última fase del gobierno, la poca representatividad de sectores sociales que enriquecían la textura del proceso, la marginación a Francia Márquez y todo lo que ella representa, la deuda con el feminismo, hacen de este un proyecto que termina desfigurado, sobreviviendo en los límites de los acuerdos políticos que cuadran mejor con el otro modelo, lo que hace pensar que terminaron cediendo y reproduciendo lo que cuestionaban.
Ahí están las opciones puestas sobre la mesa. La derecha seguirá en lo suyo: seguridad, empleo y asistencialismo, y puede que con eso les alcance. El centro político tiene la posibilidad de plantear algo por fuera del esquema tradicional, ojalá se atrevan y no sigan en la autocomplacencia de la gradualidad; y la izquierda tiene que ir más allá de Petro, con objetivos más exigentes y consolidables institucionalmente, formar burocracia, ser una opción de poder en todo el país, seguir siendo una alternativa capaz de recoger las demandas de esa Colombia excluida, pero hablarle también, con propuestas de políticas, a quienes hoy los consideran unos intrusos en el poder.