El gobierno de Gustavo Petro ha gastado demasiado capital político en unas reformas que tomarán mucho tiempo en ser implementadas, y de cuyo impacto en lograr un profundo cambio social todavía hay mucha incertidumbre. Pero nada más colombiano creer que cambiando la ley se cambia la realidad.
En un régimen político transaccional como el colombiano, reformas vía Congreso deben hacerse sobre la base de amplios consensos técnicos y acuerdos políticos que garanticen su viabilidad y estabilidad en el tiempo. No se pueden estar cambiando las reglas de juego cada cuatro años. Una lógica sencilla de costo beneficio debe soportar todo intento de reforma.
Las reformas sectoriales de los gobiernos, por ejemplo, a la salud, la educación, la justicia, la seguridad social y el trabajo, generalmente son cambios institucionales de mediano plazo que toman más de dos períodos para consolidarse, si es que primero pasan la prueba de constitucionalidad ante la Corte. La defenestrada Ley 100 de 1993 tomó más de 20 para consolidarse, junto a otros instrumentos normativos (leyes, decretos, Conpes), en el sistema de seguridad social que hoy tenemos, con buena cobertura, pero con problemas de equidad y sostenibilidad financiera. Claro que necesita ajustes, hacerlo más incluyente y eficiente, garantizando su sostenibilidad fiscal, pensando en las futuras generaciones. Un sistema de seguridad social de un Estado social de derecho a la medida de nuestras capacidades fiscales y ahorro privado que proteja, especialmente, a los más vulnerables de la sociedad.
Álvaro Uribe propuso una gran reforma institucional que fue derrotada en las urnas; las reformas a la justicia que han propuesto sucesivos gobiernos se han caído en la Corte, guardiana de la Constitución, y a veces de los privilegios institucionales de la rama judicial; Santos, en términos de reformas, se la jugó por el proceso de paz con las Farc, perdió su refrendación en las urnas, pero logró consensos políticos e institucionales necesarios para consolidarlo. Duque no promovió ninguna reforma importante y quizás ello contribuyó a abrirle las puertas a un gobierno del cambio que dice querer reformarlo todo.
Pero todos se olvidan del Plan Nacional de Desarrollo, donde está la base del gobierno y de lo que se puede hacer durante los tres años y medio que quedan después de aprobado. El actual gobierno no solo logró que se aprobara un buen plan desarrollo en el Congreso de la República –que contó con amplios consensos políticos-, sino también una reforma tributaria importante que permitirá financiar políticas, programas y proyectos en los distintos sectores, en un contexto económico internacional que tiende a mejorar.
Si se logran materializar muchos de los temas allí propuestos, tales como ordenamiento territorial alrededor del agua, los programas de renta ciudadana, sistema nacional de cuidado, programas en favor de personas en condición de vulnerabilidad, transición minero –energética-, acceso a la justicia con enfoque diferencial, humanización de la política penitenciaria, modelo de salud preventivo con mayor cobertura en áreas rurales, educación de calidad para reducir la desigualdad, trabajo digno y decente, transformación del empleo público, desarrollo productivo del campo, seguridad alimentaria, fomento al turismo sostenible, convergencia regional, un nuevo enfoque frente al problema de drogas ilícitas, implementación del acuerdo de paz y logros significativos en materia de seguridad, por solo nombrar algunos temas, será una pequeña revolución.
Para lograrlo, se precisa de liderazgo del presidente, de los ministros, ministras, directores y directoras de departamentos administrativos, equipos técnicos sólidos y estables, diálogo con la sociedad civil y alianzas con la academia. Ese debería ser el foco del gobierno, la búsqueda del bienestar social, no el de cambiar la narrativa mediática.
