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Con cierta grandilocuencia se ha denominado el juicio al expresidente Álvaro Uribe el juicio de la historia, para señalar con ello que ningún otro proceso judicial ha tenido las implicaciones políticas de este, dada la figura sentada en el banquillo: el indiscutible líder de la derecha en Colombia en los últimos veinte años y un referente imprescindible del acontecer político.
Pero la vida suele ser menos épica que su narración, y este caso no se refiere al legado histórico del expresidente —que cada uno valorará de acuerdo con sus convicciones—, sino a un tema de menos brillo, más institucional, y es una tensión central en el régimen político colombiano, como es el de la inmunidad que tienen los presidentes y expresidentes de la República por sus actos, y el esfuerzo de la administración de justicia porque respondan por ello, como en toda democracia. Y en eso, el caso de Uribe sí es emblemático.
La Constitución política no establece ningún régimen de responsabilidad política para los presidentes; hagan lo que hagan, terminan su mandato y se van para sus casas tranquilos. Por eso no se pudo hacer un juicio de responsabilidad política a Belisario Betancur por el Palacio de Justicia, ni a César Gaviria por la “Catedral” de Pablo Escobar, ni a Ernesto Samper por los dineros del cartel de Cali que ingresaron a su campaña, ni a Andrés Pastrana por las fallidas negociaciones del Caguán, ni a Álvaro Uribe por la ocurrencia durante su gobierno de los mal llamados “falsos positivos” o las “chuzadas” del DAS, ni a Juan Manuel Santos por los recursos de Odebrecht que habrían ingresado a la campaña, ni a Duque por el manejo del estallido social, ni a Petro por la financiación de la campaña o por las decisiones que tomó —o dejó de tomar— en los casos de corrupción de su gobierno. Simplemente, los presidentes de la República no responden políticamente, y penalmente también es muy difícil que pase algo porque el antejuicio político en el Congreso los deja blindados cuando se retiran del cargo. Es una cláusula de salvaguarda institucional anclada en nuestra cultura política.
El juicio en el que se condena a Uribe en primera instancia no es por hechos de cuando fue presidente de la República, sino de cuando era senador, pues en lugar del dulce retiro prefirió volver al juego de la política, con todos los riesgos que ello implicaba.
Uribe decidió denunciar al senador Iván Cepeda luego de un debate en el Senado, señalando a este de visitar cárceles y ofrecer beneficios a testigos para que declararan contra él y su hermano Santiago, en procesos relacionados con paramilitarismo. La Corte Suprema precluyó el proceso y ordenó investigar al denunciante, encontrando que del otro lado sí se había urdido una operación concertada para buscar retractaciones de testimonios a cambio de posibles beneficios jurídicos y “pagos humanitarios”. Es decir, una acción que nada tiene que ver con una persecución política como lo han hecho creer sus seguidores, tesis que hasta compró el secretario de Estado de los Estados Unidos, que sería una versión más de lawfare de los malquerientes del expresidente. Tres presidentes y tres fiscales han pasado desde la denuncia inicial como para creer en esta tesis.
Quiero contrastar lo que sería un verdadero juicio de la historia del legado de Álvaro Uribe en su vida pública, con este entramado que subyace al juicio actual: una escenografía propia del bajo mundo activada por un abogado de dudosa condición ética y su cliente, para lograr beneficios que impactarían otros procesos, a espaldas de sus abogados de renombre, como bien lo estableció la jueza Heredia. Es decir, una actuación indigna —más allá de lo ilegal— de quien tiene el aprecio, la gratitud y la admiración de muchos colombianos.
Lo cierto es que, en medio de todas las dificultades, de maniobras dilatorias por parte de la defensa, de un clima hostil en contra de diferentes actores judiciales que participaron en el proceso, de una Fiscalía —la de Barbosa— que tuvo como objetivo, ese sí político, de buscar la preclusión en dos oportunidades, de una inaceptable presión mediática en el último tiempo, la justicia, una jueza sencilla y rigurosa, logró que un presidente de la República —en funciones de senador— respondiera penalmente por sus actos, y esto sí es histórico, teniendo en cuenta esa cláusula de inviolabilidad e impunidad que protege a los presidentes en Colombia.
Que esto sirva para pensar en una reforma donde los presidentes no estén blindados, ni políticamente durante su mandato, ni jurídicamente después y, en este último escenario, que el juicio de responsabilidad se haga directamente en la Corte Suprema de Justicia sin tener que pasar por el Congreso de la República. Esa me parece que debe ser la lección de este caso; ya que la historia se encargue de lo suyo.
