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El presidente Trump, en su segundo mandato, ha echado por tierra todos los principios sobre los que se fundó el orden internacional de posguerra. “Volver a hacer América Grande” implicó socavar el consenso liberal de las relaciones internacionales, el cual se sustenta en el respeto a las instituciones multilaterales, cumplimiento irrestricto de los derechos humanos, autodeterminación de los pueblos, cooperación multilateral, libre mercado, entre otros.
La imposición de aranceles a diestra y siniestra, la injerencia en los procesos políticos internos, como en los casos de Argentina con un salvamento financiero de última hora al gobierno de Milei para las elecciones legislativas, en Brasil amenazando con sanciones por la condena al expresidente Bolsonaro, Canadá, donde terminó inclinando la balanza en favor de los liberales, o en Honduras donde invitó a apoyar al candidato ultraconservador nacionalista Nasry Asfura, son solo ejemplos de esta nueva versión del garrote americano.
Las operaciones antinarcóticos contra embarcaciones en el caribe y el pacífico —denunciadas por Human Rights Watch como ejecuciones extrajudiciales— constituyen la antesala de un escenario más complejo, como podría ser ataques o incursiones armadas, en Venezuela —y aunque muy improbable— también en Colombia. Un panorama que creíamos superado.
Esa reconfiguración a la brava se produce en un contexto de cansancio con el orden global y el resurgimiento de los nacionalismos que no trajo bienestar para todos por igual, con una China dispuesta a pelearse un lugar hegemónico en el mundo, el declive de la Unión Europea y el auge de ideas libertarias y reaccionarias con los que la derecha republicana estadounidense ha logrado conectar perfectamente y ha encontrado en Trump un intérprete eficaz y sin escrúpulos.
Las reacciones a este “nuevo orden mundial” han sido muy frágiles y dispersas, la Unión Europea tratando de resolver la invasión de Rusia a Ucrania sin sacrificar su propia seguridad no ha sido un dique de contención a esta nueva forma de entender las relaciones entre los Estados que propone Estados Unidos en la era Trump, usando el poder político y económico y dejando ver que, de ser necesario, el poder militar también es un recurso disponible. Impuso su visión de paz en Gaza y está a punto de hacerlo en Ucrania sin contrapeso alguno.
En América Latina esta nueva doctrina ha traído incertidumbre sobre cómo reaccionar. México de Sheinbaum ha preferido el diálogo y la negociación logrando buenos resultados, al igual que Brasil, cuyo peso económico y su diplomacia profesional le da credenciales para una relación más equilibrada.
Colombia optó por la confrontación, incluso personal entre jefes de Estado, un escenario en el que Trump se siente cómodo. La agenda bilateral y de cooperación se hizo trizas, los canales diplomáticos se deterioraron y, al menos en la retórica, ya ingresamos en el panorama de una posible intervención armada para combatir el narcotráfico. Colombia no tiene como dar la pelea y necesita un cambio de perspectiva. Trump ha demostrado que es un jugador duro, intimida, hace creer que no hay margen de negociación y luego cede. Sheinbaum lo ha entendido perfectamente, lo cual es comprensible en un país con una política internacional seria y consistente. Deberíamos aprender de esto, pero nos encontramos con una política exterior de corto plazo, episódica y mirando solo la agenda interna. El tema Venezuela complica la posición de Colombia porque, al no tener una postura más clara frente a un régimen ilegítimo como el de Maduro, hace que nos metan en el mismo paquete y nos exijan lo mismo.
¿Qué puede hacer un país pequeño y poco relevante en el escenario internacional como Colombia ante esta nueva realidad política? Apelar al rescate de esos principios del viejo orden liberal, hoy en tensión, apelando a que los conflictos se resuelvan en los organismos internacionales. Frente a los ataques a embarcaciones es urgente convocar al Consejo Permanente de la OEA para enfrentar la situación desde la normatividad interamericana, e incluso llevar el tema al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, del cual haremos parte desde el próximo año.
Colombia debe impulsar un diálogo intercontinental sobre tráfico ilícito de drogas, migración y seguridad hemisférica, usando los distintos escenarios jurídicos y políticos disponibles. Estados Unidos y todos los países del continente sufren por esto, y la salida tipo western que propone Trump no resolverá el problema y posiblemente en el mediano plazo lo agrave: más crimen organizado, más migración irregular y más inseguridad. Colombia, como país que ha sufrido con creces el ilegal negocio de la droga tiene la autoridad moral para llevar la discusión a un escenario de cooperación.
Es urgente una declaración institucional en el seno de la OEA y de Naciones Unidas que rechace incursiones armadas en países, sea Venezuela, Colombia o México, por sólo hablar de los que Trump ha mencionado. Pero también debe pararse firme ante Venezuela y exigir una transición democrática y pacífica que implique el abandono del poder de Nicolas Maduro.
Frente a Estados Unidos, firmeza y determinación, pero también tener la capacidad de ver el panorama más allá de lo ideológico, con algo de pragmatismo —que no es enemigo de las convicciones— y pensando en tener un tratamiento justo con los colombianos y unas relaciones comerciales fluidas. A Trump parece que le gusta que le hablen de frente y le muestren los beneficios de ceder en su postura. Esa debe ser la línea, hacerle ver que una eventual intervención militar en la región sería muy inconveniente, pero hay que ofrecerle algo a cambio.
Quién sabe si esta nueva ola reaccionaria es pasajera o llegó para quedarse un buen rato. Colombia tiene que entender qué papel jugar en ese escenario y pensar que solo, es poco lo que puede obtener, como no sea victorias morales para alimentar los delirios y la biografía de los gobernantes de turno.
