Una idea básica de un sistema democrático donde funciona la alternancia radica en que cada gobierno materializa sus propuestas durante el período que le corresponde, y quienes perdieron las elecciones se preparan para llegar al poder con otras propuestas, haciendo ver la insuficiencia de las políticas de su contradictor. Y, en esa dinámica, la sociedad se beneficia de la suma de los logros de cada gobierno.
Esto es mucho más fácil de verlo en regímenes parlamentarios, donde un gobierno puede lograr el apoyo por períodos de diez a quince años, como ha sucedido en Inglaterra en tiempos de Thatcher o Blair, o en regímenes presidenciales con posibilidad de reelección como en Estados Unidos.
Otra opción para que los sistemas políticos reflejen mayorías se da mediante la conformación de alianzas capaces de integrar distintas ideologías, lo que permite ganar el gobierno y tener mayorías en los congresos para tramitar las reformas que necesiten de trámite constitucional o legislativo. Un buen ejemplo de ello fue Chile luego de la dictadura de Augusto Pinochet, donde los partidos políticos de centro izquierda se unieron en la llamada Concertación de Partidos por la Democracia, y estuvieron en el poder desde 1990 hasta 2010, con los presidentes Alwyn, Frei, Lagos y Bachelet. Otro tanto sucede en Uruguay, donde la alternancia democrática es consustancial al sistema político posdictadura.
Para que esto pase se necesita de un sistema político representativo con capacidad de tramitar las demandas ciudadanas en programas de gobierno, políticas públicas y reformas constitucionales o legales. Si el gobierno no tiene mayorías en el Congreso, se precisa de acuerdos políticos para lograr los votos necesarios que lo permitan.
En el marco de sistemas políticos fragmentados y sociedades polarizadas esto está dejando de funcionar. Quienes llegan al poder les cuesta mucho hacer realidad sus propuestas, y quienes pierden las elecciones se la juegan a fondo para que los gobiernos fracasen y, cuando llegan al poder, quienes han sido derrotados tienen todos los incentivos para hacer lo propio, en una suerte de juego de suma cero que termina afectando el bienestar social y la paz política.
En Estados Unidos se ven rasgos de ello en estos momentos con el bloqueo de los republicanos al llamado techo de la deuda, que es el límite de deuda que puede pagar el gobierno, para lo cual el Departamento del Tesoro necesita de la aprobación del Congreso. Los republicanos le apuestan al fracaso del gobierno de Biden, en espera de recuperar el poder y harán todo lo que esté a su alcance para que esto suceda
En Argentina, peronismo y Juntos para el Cambio se han canibalizado de tal manera que han logrado que se consolide una salida extrema con el libertario Javier Milei. La gente desesperada estaría dispuesta a darle la oportunidad a este aventurero, con tal de salir de la polarización política que tiene sumido al país en una crisis económica y social sin precedentes.
En Chile sucede otro tanto, aunque de una manera diferente. La sociedad chilena se pronuncia de manera mayoritaria por una nueva Constitución, y el presidente Boric, de izquierda, gana las elecciones. El texto aprobado en la Convención Constitucional es rechazado de manera categórica y, en un segundo intento, la derecha obtiene la mayoría, lo que abre el paradójico escenario de que las fuerzas progresistas terminen rechazando la propuesta y defendiendo la Constitución de Pinochet. En el entretanto, los problemas de inseguridad y de inmigración desbordada siguen creciendo y nadie parece ceder. La consigna parecería ser: si vamos a fracasar, hagámoslo entre todos.
En Colombia vamos por el mismo camino. En un sistema político fragmentado, al gobierno le queda muy difícil consolidar una coalición en el Congreso para tramitar sus reformas, y los partidos de oposición tienen todos los incentivos de oponerse a ellas y apostar al fracaso del gobierno.
El fracaso de un gobierno de izquierda, como el de Gustavo Petro, es un escenario al que muchos le están apostando, más allá de los problemas de conducción política y solvencia técnica del propio gobierno con algunas de las propuestas en discusión.
Eso es lo bonito de la democracia, que nos podemos poner de acuerdo para fracasar entre todos.