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Los tiempos en que gobernar era heroico han quedado atrás. Las grandes transformaciones sociales desde el Estado son cosa del pasado. El New Deal de Roosevelt, la Revolución en Marcha de López Pumarejo o la gran transformación institucional en el gobierno de Lleras Restrepo, operaciones político-institucionales de gran envergadura, ya no son posibles en estos tiempos.
Los gobiernos en democracia son apenas agentes estimuladores y reguladores del cambio social, con intervenciones puntuales, quirúrgicas, rodeadas de frágiles consensos políticos, limitaciones institucionales y restricciones presupuestales recurrentes ante la volatilidad de la economía y la insuficiencia de los instrumentos con los que cuenta el Estado para enfrentarlo.
La última gran reforma en Colombia, en términos institucionales, fue la Constitución de 1991. Los cambios que el Gobierno de Gustavo Petro pretende hacer corresponden a desarrollos normativos e institucionales heredados de dicho pacto constitucional, que recoge una contradicción que no hemos logrado descifrar: ¿cómo hacer compatible el modelo del Estado social de derechos con un modelo económico donde actores privados prestan servicios para garantizar esos derechos en clave de eficiencia económica?
Las reformas del ajuste estructural debilitaron el diseño institucional de nuestro frágil estado de bienestar; con lo cual, se hace más difícil hacer compatible la garantía de derechos con las llamadas leyes del mercado. Para decirlo en términos más sencillos: ¿cómo lograr un mayor bienestar para todos con Estados incapaces de garantizar derechos mínimos universales?
Este modelo, con un sistema de protección social robusto pero insuficiente (como se pudo ver durante la pandemia), ha generado profundas desigualdades que están en el trasfondo del descontento social que, junto a otros factores, permitió la elección de Gustavo Petro.
Petro entiende esto. Con malas cuentas y poca ingeniería institucional, su gobierno busca cambiar esta realidad en la que muchas personas están excluidas de la prosperidad general de la que habla la Constitución de 1991. El malestar social que se viene incubando en Colombia ante la incapacidad de las élites políticas para liderar un cambio más inclusivo, alimenta su discurso, y lo recordó en su balconazo del 1.º de mayo
Pero hacer el cambio es más difícil de lo que parece, tanto por las resistencias por sectores del establecimiento como por la falta de entendimiento sobre cómo lograrlo, que es el resultado de combinar una buena dosis de negociación política, comunicación efectiva y conocimiento de la filigrana institucional. Y ahí es donde gobernar, tomar las decisiones políticos-administrativas adecuadas, formular los proyectos e imaginar mecanismos de coordinación para superar las insuperables trabas de un aparato administrativo excesivamente procedimentalizado como el Estado colombiano se hace tedioso. En este punto se precisa de esos héroes anónimos que conozcan las rutinas burocráticas, que son quienes hacen posibles esos cambios graduales que pueden llevar a los cambios sociales.
En el gobierno de Gustavo Petro no parece haber nadie con la capacidad para entender las dimensiones institucionales del cambio. La ruptura de la coalición es un síntoma de esto, de no entender cómo hacer que las cosas pasen, de las dificultades de administrar la cosa pública, más allá de la retórica política. Los partidos tradicionales, que conocen la maquinaria a la perfección, presionan y empiezan a dejar al gobierno sin oxígeno político.
Que esto pase a los nueve meses de llegar al poder, con tres años por delante y poca voluntad de rectificación, nos pone en un escenario que solo facilita la inmovilidad y el triunfo inmerecido de los profetas del desastre, de quienes consideran que Colombia es el mejor vividero del mundo.
