Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Al presidente Gustavo Petro le ha tomado un año entender la condición de Jefe de Estado, que no es más que una condición institucional simbólica, la cual se ejerce con mayor propiedad en el escenario internacional, donde ha sido ampliamente reconocido y valorado por poner temas en la agenda pública relacionados con la crisis climática y un cambio de enfoque en la lucha contra las drogas.
En el plano interno, ese reconocimiento ha sido más difícil de conseguir, pues un presidente se advierte como jefe de Estado en la relación con los otros poderes públicos, organismos de control, gobernadores y alcaldes. En realidad, no es jefe de nadie por fuera de la rama ejecutiva nacional, algo que entró en la discusión cuando de manera equivocada dijo ser el jefe del fiscal.
Su relación con el Congreso se ha deteriorado, y hoy no cuenta con mayorías que le aseguren un tránsito tranquilo a sus iniciativas legislativas o constitucionales. Con las altas cortes ha tenido una buena relación y una tormentosa con el fiscal general, quien se ha tomado demasiado en serio eso de ser un contrapoder del poder presidencial. Con la procuradora se ha trenzado en la discusión sobre las facultades del organismo del Ministerio Público para sancionar funcionarios elegidos popularmente. Con los gobernadores, las relaciones están en un punto crítico por las declaraciones del ministro del Interior, quien señaló la inconveniencia de hacer de los legítimos reclamos sobre seguridad, una agenda política de oposición, que es en la tónica en la que están algunos de ellos. Con el tema del metro, el presidente se metió de lleno en la agenda de Bogotá, un frente que seguirá abierto con el próximo alcalde.
En este segundo año, el presidente tiene que asumir el rol de jefe de gobierno, y tal y como lo señala el artículo 208 constitucional, enfocarse en liderar y dar directrices a ministros y directores de departamentos administrativos para la formulación de las políticas (y los programas y proyectos) que se derivan del plan de desarrollo, la hoja de ruta que el presidente no ha valorado como se merece.
El llamado de atención que el presidente ha hecho a los ministros por la baja ejecución presupuestal (normal en el primer año de todos los gobiernos) no pasará de ser un gesto de inconformidad si ello no viene acompañado de un cambio de estrategia y de liderazgo. Esto supone un escenario de mayor trabajo en el gabinete y con cada sector, con objetivos claros y un sistema de seguimiento y de cumplimiento de metas.
Para ello el presidente necesita más que voluntad, tiempo y dedicación, necesita un equipo de trabajo que permita mejorar la comunicación con ministerios y departamentos administrativos, lo que en la literatura de gestión pública se denomina delivery unit -creadas en Reino Unido en tiempos de Blair-, también llamados Centros de Gobierno, unidades de trabajo especializadas que le ayudan al presidente a transformar sus ideas en acciones gubernamentales.
Gobernar es pasar del enunciado de política a la materialización de la misma, para lo cual se necesita un tipo de liderazgo que tiene un político para contagiar a una sociedad de la importancia de ciertas transformaciones. Petro, en medio de muchas resistencias, logró convencer a un importante número de colombianos de hacer unos cambios significativos para hacer de Colombia una sociedad un poco más incluyente y menos violenta, pero se ha encontrado con obstáculos y resistencias que no ha sabido gestionar, que tienden a agudizarse, pudiendo llevar al gobierno (y al país) a una suerte de parálisis, como bien lo señaló Álvaro Forero en este mismo diario.
La recomposición de la coalición política es apremiante si quiere insistir con su agenda de reformas, pero también es necesario que el presidente se ponga el traje de jefe de gobierno, que lidere, tire línea, ordene su agenda, defina prioridades y no abra tantos frentes de batalla discursivos que agotan su capital político.
