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Con la muerte de Miguel Uribe Turbay la seguridad vuelve a estar en el primer plano de la agenda política.
Independiente de las conclusiones de la Fiscalía sobre los determinadores del atentado – una definición que parece ir desvaneciéndose a medida que avanza la investigación-, el crimen de Uribe Turbay es político, no sólo porque era un senador de la república de un partido de oposición, sino también porque era precandidato presidencial con opciones reales de disputar la presidencia. Quienes ordenaron atentar contra su vida querían que el hecho produjera efectos políticos, enrarecer el debate electoral y desatar dinámicas de atribución responsabilidades entre los diferentes actores de la confrontación.
Que sea un crimen político, no significa que sea un crimen de Estado. La Fiscalía ha logrado establecer que se trató de una operación ejecutada por una organización criminal urbana, algunos de cuyos integrantes ni siquiera sabían quién era el objetivo ni su importancia política. En medio de la indignación y la frustración hay quienes han responsabilizado al presidente Petro, tal y como lo señaló la candidata- periodista en su cuenta de X: “Petro, usted sí es el responsable político del magnicidio contra Miguel Uribe”, y el expresidente Uribe, en el funeral, envió un mensaje hablando de discurso presidencial instigador como causa mediata del atentado y endilgando una responsabilidad política al jefe de Estado.
Nada de lo que ha encontrado la Fiscalía permite inferir una responsabilidad en esa dirección; una operación de esa naturaleza, planificada con tiempo por una bandola del bajo mundo criminal no se explica en medio de la polarización que caracteriza el debate político en Colombia en estos momentos. La retórica estigmatizante, y en ocasiones violenta del presidente para referirse a sus críticos, incluyendo a Uribe Turbay, debe ser rechazada, pero no hay evidencia de que sea la causa de este magnicidio.
Posibles fallas en el esquema de protección implicarían una eventual responsabilidad administrativa del Estado, en cabeza de la Policía y de la Unidad Nacional de Protección, pero no al punto de constituir un crimen de Estado, como sí lo fueron en su momento los magnicidios de Galán, Pizarro, Pardo y Jaramillo, en los que se pudo probar participación activa de agentes del Estado, como lo ha establecido la justicia en varias decisiones judiciales.
La campaña a partir de ahora no será la misma, el gobierno tendrá que extremar las medidas de seguridad de los aspirantes a la Presidencia y la confrontación de ideas estará, inexorablemente, marcada por la muerte de uno de los candidatos de la oposición. Esto hará que el partido Centro Democrático – y la derecha en general- reviva el tema de la seguridad como una prioridad en la campaña, junto al de la inutilidad de los diálogos de paz con grupos armados y la necesidad de derrotar a la izquierda en 2026, pero tiene el problema de no tener un candidato fuerte que logre unir y luego sumar apoyos, en un momento en que se va a radicalizar la indignación en contra del gobierno.
El deterioro de la seguridad en muchas regiones, como consecuencia de la consolidación de gobernanzas criminales –a la sombra de la paz total-, sirve de telón de fondo, junto a la condena contra el expresidente Uribe, para la configuración de una narrativa de una oposición perseguida política y judicialmente que necesita llegar al poder para protegerse y salvar al país del “neocomunismo”, como lo señaló el líder natural de ese partido.
Y entonces vuelve el tema de la seguridad como eje de la discusión pública. Se creía que el Acuerdo con las FARCy la alternancia política con un presidente de izquierda que viene de la lucha armada nos llevaría a una discusión de otra naturaleza: sobre desigualdad e inclusión, atención a poblaciones vulnerables, la brecha urbano rural, transición energética, un nuevo esquema de descentralización, el rol del Estado en la economía, entre otros temas que hemos venido aplazando porque siempre hay que volver a ocuparse de la violencia, la tras escena natural para el ejercicio de la política en Colombia. A diario lo viven decenas de líderes sociales y políticos en el Cauca, Nariño, Arauca, Norte de Santander, pero cuando esto sucede en Bogotá, con una figura de renombre nacional, nos recuerda tristemente que no hemos logrado un consenso mínimo –y un arreglo institucional adecuado– para sacar la violencia de la política.
La muerte de Uribe Turbay es un triste recordatorio de eso, una suerte de sino trágico que no podemos superar.
