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El paro nacional en Colombia se ha venido transformando en un escenario en el cual cada actor político le da una lectura diferente al estallido social que la subyace, tanto sobre sus causas, la duración y la forma de salida. Al final, se trata también de una disputa de narrativas en la que no todos tienen la misma fuerza para imponer su visión. El tiempo corre en favor de la narrativa distorsionada que quiere hacer ver el gobierno, como una suerte de conspiración internacional para desestabilizar la democracia, logrando invisibilizar las causas que le dieron origen, exacerbadas por la pandemia en un clima de extrema polarización política.
En eso, el gobierno ha contado con la miopía del llamado Comité del Paro, que no ha leído lo que pasa con una mirada de largo plazo y ha sabido capitalizar el cansancio ciudadano con los bloqueos y los actos de violencia contra bienes públicos y privados, y contra la miembros de la Policía, en un país conservador acostumbrado a rodear siempre a las instituciones y al orden injusto que las soporta, como lo evidenció la fallida moción de censura al ministro Molano.
Protesta y violencia no son lo mismo, si bien se dan en el mismo escenario, pero el gobierno ha logrado fusionarlos, justamente para deslegitimar la protesta y, de paso, la vocería del Comité del Paro que sigue pensando la coyuntura como la negociación de un pliego sindical. Cada vez es más evidente que el estallido social que encabezan los jóvenes no pasa por la mesa de negociación, y presentarlos como actores violentos instrumentalizados por actores políticos que le quieren hacer daño al país y a las instituciones es otra forma de marginalización. Un libreto ni mandado a hacer que se cumple al pie de la letra con el concurso de la Fiscalía de Barbosa y la mayoría de medios prestos a comprar y difundir sin sentido crítico la verdad oficial.
Por esto es muy importante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), visita que el gobierno de Duque tuvo que aceptar a regañadientes bajo la presión del gobierno de Biden, y para evitar quedar ante el mundo como una democracia capaz de permitir excesos intolerables de su cuerpo policial, algo que en Colombia solo se rechaza si de nuestros vecinos se trata.
Si bien la Cancillería quiso controlar la agenda de la visita, limitando el tiempo de permanencia y sugiriendo con quien debían reunirse los miembros de la Comisión, la autonomía de este organismo permitirá conocer una versión que difícilmente el gobierno podrá negar o minimizar, y la respuesta entonces deberá ser la de iniciar o acelerar las investigaciones penales y disciplinarias para establecer la responsabilidad por los hechos delictivos que se documenten –incluyendo el parapolicismo urbano–, cosa que en tiempos de Barbosa y Cabello dudo que pase, porque llegaron allí para cubrirle la espalda al gobierno.
De la visita de la CIDH también pueden salir luces de cómo salir de esta encrucijada, ojalá en los estrictos límites del Estado de derecho que este gobierno ha interpretado de manera convenientemente laxa a la hora de enfrentar la protesta social. También de las observaciones de la Comisión debe quedar claro al gobierno de Duque que apostar por la deriva autoritaria que le señala su partido le traerá costos, no solo en vidas y confianza institucional, sino en imagen exterior, que es en últimas lo que importa para no tener que pasar vergüenzas en escenarios internacionales.
La movilización social que trasciende al paro ha cambiado los temas de la agenda y del debate político para las próximas elecciones, quien interprete esas demandas y las logre transformar en un programa de gobierno con reformas profundas en diferentes campos, puede capitalizar el descontento. Otros le apostarán a la recuperación del orden y la seguridad, a sabiendas de que en esta sociedad esto da dividendos, como en el 2002.
